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En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo.

El tercer ataque comenzó una hora después, quedando Podeley aplomado en una profunda falta de fuerzas, y la mirada fija y opaca, como si no pudiera ir más allá de uno o dos metros. El descanso absoluto a que se entregó por tres días bálsamo específico para el mensú, por lo inesperado no hizo sino convertirle en un bulto castañeteante y arrebujado sobre un raigón.

Vacas y mulas muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún en el vientre. Altos conos de hormigas amontonadas sobre un raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y espuma a discreción, sin contar, claro está, las víboras. Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces más de las necesarias para llegar a la presa.

Al rato el grupo calló, entregado de nuevo a su defensiva cacería de moscas. No vino más dijo Isondú. Había una lagartija bajo el raigón, recordó por primera vez Prince. Una gallina, el pico abierto y las alas caídas y apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe: ¡Viene otra vez! gritó.