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Es una vasta muralla, monumental y bárbara, de un negro obscuro, extendida hasta perderse de vista, y destacándose con la arquitectura babilónica de sus puertas de techos curvos, sobre el fondo sangriento de la púrpura del sol poniente. A lo largo, hacia el norte, en medio de una nube rojiza, veíase, como suspendidas en el aire, las montañas de Mongolia.

En la parte de Oriente, la planicie lívida y polvorienta se extiende hasta un grupo obscuro de colonias donde blanquea el ámplio edificio de una Misión católica; y más allá, hacia el extremo Norte, se elevan las eternas montañas de la Mongolia, suspensas en el aire como nubes.

Porque nos hallábamos en los confines de la China. Más allá está la Mongolia, la «Tierra de las hierbas», inmenso prado verde obscuro, bordado de flores silvestres. Allí se extendía la inmensa planicie de los nómadas.

De él nada conoces, ni el nombre, ni el semblante, ni la seda de que se viste. Para que heredes sus bienes inenarrables, basta con que toques esa campanilla, puesta a tu lado, sobre un libro. El exhalará entonces un suspiro, en los lejanos confines de la Mongolia. Será un cadáver: y verás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro.

Una mañana Camilloff entró en la cancillería, donde yo fumaba amigablemente una pipa en compañía de Mariskoff y tirando su enorme sable sobre el canapé, nos contó radiante de alegría, las noticias que le había dado el penetrante príncipe Tong. Descubrióse al fin que un opulento mandarín, llamado Ti-Chin-Fú, vivía en otro tiempo cerca de los confines de la Mongolia, en la villa de Tien-Hó.

Ahora pensaba en que había ido a aquel vasto imperio a calmar por la expiación una protesta temerosa de la conciencia, y por fin, impelido por una impaciencia nerviosa, partía, sin haber hecho más que deshonrar los bigotes blancos de un general heróico y haber recibido una pedrada en la oreja en una ciudad de los confines de la Mongolia. ¡Extraño destino el mío!