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No ha entrao en él un bocao desde antayer créemelo, por mi salvación. ¡Ayyyy!! Pus ahora comerás; y por de plonto, échate eso al cuerpo á la buena gloria del defunto. ¡Ay!, por eso no más lo hago; bien lo sabe Dios. Y llevándose el vaso á los labios, le agotó sin resollar. ¡Ay, compañero de mis entrañas! exclamó en seguida, limpiándose la boca con la manga de la camisa.

Por el eterno descanso del defunto, «Padre nuestro» dijo, con voz áspera y fuerte, aunque afectando emoción y compostura. Á lo cual contestó la viuda con un tercer gemido, y el lúgubre cortejo con un «que estás en los cielos, santificado sea tu nombre», etc., etc.

Y obsequiada ya de este modo la familia, el vaso, el pan y el queso comenzaron á circular por la reunión entre murmullos muy expresivos, oyéndose de vez en cuando aquí y allá, bien por la chillona voz de una mujer, bien por la ronca de un hombre, la frase consabida «á la buena gloria del defunto». La jarra volvió á presentarse otra vez delante de la viuda.

El coro la rezó por lo bajo. Por todos los fallecidos del cabildo, Padre nuestro. Esta oración se rezó como la anterior. Para que Dios nuestro Señor tome en su miselicordia los santos ufragios que se acaban de hacer por el alma del defunto, que en paz descanse, un Credo. Y la reunión le rezó con el mayor recogimiento.

El pescador se acercó á ella entonces, y la dió una gran rebanada de pan con un pedazo de queso encima. Cada uno de los tres huérfanos recibió otra ración igual de pan y queso y medio vaso de aguardiente, previo el indispensable brindis «á la buena gloria del defunto».