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Actualizado: 29 de julio de 2025


Ó eran los amigos de su juventud, ya muertos, y su padre, de blanca barba, frunciendo piadosamente el entrecejo, y su madre, que le volvía el rostro al pasar por su lado. ¡Espíritu de una madre! Creo que habría arrojado una mirada de compasión á su hijo.

Ahora presentaba un mancebito que volvía de la lucha callejera a su casa, herido mortalmente, y consternando a su familia del modo que cualquiera puede figurarse.

El roce de su traje producía en ellas un ruido continuo, rápido, parecido a la respiración jadeante de alguien que la siguiera; y presa de pueril temor, volvía a veces el rostro atrás, riéndose al convencerse de su ilusión.

Cierto era, muy cierto, que Emma había amenazado ruina, que sus carnes se habían derretido entre desarreglos originados de sus malandanzas de madre frustrada, influencias nerviosas, aprensiones, seudohigiénicas medidas y cavilaciones, rabietas y falta de luz y de aire libre; pero también era verdad que no faltaba fibra al cuerpo eléctrico de aquella Euménide, que sus nervios se agarraban furiosos a la vida, enroscándose en ella, y que al cabo el estómago, llegando a asimilar las buenas carnes, y los buenos tragos produciendo sano influjo, habían dado eficacia al renaciente apetito, y la salud volvía a borbotones inundando aquel organismo intacto a pesar de tantas lacerías.

Pero de pronto reaparecían sus preocupaciones, apagábase el brillo de sus ojos, y volvía a sumir la barba en las manos, chupando tenazmente el cigarro, con la mirada perdida en la nube de tabaco.

Un retrato de mujer vino a colocarse por solo bajo su pluma. ¿Qué venía a hacer allí en medio de las victorias de Turena, aquella buena mujercita? ¿Y cuál de las dos era?... ¿Madama Scott o miss Percival? ¿Cómo saberlo?... ¡Se parecían tanto! Y Juan, penosa, trabajosamente, volvía a la historia de las campañas de Turena.

Vivía encerrada, y evitando entrar en relaciones con la vecindad. Los domingos salía a misa de alba, compraba sus provisiones para la semana y no volvía a pisar la calle hasta el jueves, al anochecer, para entregar y recibir trabajo. Benedicta era costurera de la marquesa de Sotoflorido, con sueldo de ocho pesos semanales.

El joven tenía delante dos enemigos que le acometían ciegos de furor; pero alcanzaba con su espada á uno y otro lado de la habitación, y no les dejaba avanzar. El alférez, con la espada envainada, estaba detrás del joven. Juan Montiño volvía la luz de su linterna, tan pronto sobre el uno como sobre el otro de sus enemigos. De tiempo en tiempo les metía un furioso cintarazo.

Pero la joven sonreía tan dulcemente y besaba a Hullin con tanto afecto, que el hombre volvía a su trabajo diciendo: ¡Bah! ¿Qué necesidad tengo de reprender?

Saltó de la cama y encendió luz, paseando furiosamente por su dormitorio. ¡Ya ha sido!... Repetía las mismas palabras con una obsesión cruel: se arrepintió de su generosidad, como si fuese un crimen. «¿Por qué no lo matéLuego volvía á su afirmación con un acento plañidero, considerando irreparable lo que ya había sido.

Palabra del Dia

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