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¿Qué idea es esa? preguntó ella, volviendo la cabeza para mirarse al espejo y ocultar de algún modo la emoción que le causó la fingida turbación de don Juan.

¿Su?... ¡concluya, se lo suplico! ¡Su turbación es tan deliciosa!... Si usted supiera hasta qué punto me hace feliz ese rubor, esa risa que quiere disimular una emoción tal vez más fuerte y más sincera... No vaya usted a creer... he querido decir que lamento...

Su turbación le obligaba a refugiarse en los temas vulgares... «¡Vaya que son pesados estos pobres!... Parece que hay misa, porque se oye la campanilla de alzar... Es bonita la casa, y alegre, señor, alegre». Entraron en una sala que hay a la derecha, en el lado opuesto a la capilla.

Pero Juan había recobrado el sentido de la realidad; balbuceó, levantando los ojos hacia ella: ¿Es usted?... ¿Es usted?... ¡Ya!... ¿Ha concluido el espectáculo? Disculpe mi confusión, pero estoy absorto en abominables cálculos. María Teresa, simulando que no veía la turbación de Juan, dijo: No he tenido valor para oír el tercer acto; la inquietud me torturaba. ¿Por qué, si yo estaba aquí?

La narradora parecía contestar a la pregunta que Ferpierre se hacía mentalmente, pues el tema de las memorias variaba de una página a otra y de las especulaciones abstractas pasaba a confesiones más íntimas. «No; yo no había experimentado todavía una turbación semejante. Quisiera negarlo, pero no puedo. Esta ansiedad, esta fiebre, me eran desconocidas.

Doña Luz, al oír esta malvada voz, que era sin duda voz del infierno, tenía miedo a que le pesara de que el amor del P. Enrique y sus celos y su desesperación fuesen ilusorios. Por dicha, doña Luz era buena, y era además enérgica y briosa de voluntad, y pronto imponía silencio a la voz y apaciguaba en su pecho la turbación y alboroto que la voz causaba.

Esa turbación... AZUCENA. Dejadme... permitidme que me vaya... JIMENO. ¿Irte?... Don Nuño, prendedla. AZUCENA. Por piedad, no... ¡Qué! ¿No bastan los golpes de esos impíos, que de dolor me traspasan? NU

María sintió miedo y tristeza. Se acordó de sus pecados y pensó con horror que podía morir de repente y condenarse. Entonces hizo solemne promesa interior de enmendarse. Pero ¿cómo? Para cambiar de vida era preciso romper el lazo que más la ataba a la tierra y al pecado. Acometiole una turbación profunda, preñada de lágrimas, que no pudo verter.

Nuevo y mayor aliento tomó el festejo con la llegada del caballero, necesitándose de la turbación agradable de los sones de los acentos y de la blanda algazara del festejo para que María pudiese esconder, bajo la fuerza del disimulo, las más contrariadas impresiones que probaba en aquel punto.

Así como la vergüenza lo había impulsado una vez a desterrar de su mente el limbo de la ignorancia, la turbación moral subyugó su alma.