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Actualizado: 26 de mayo de 2025


Y todavía creemos que andaba su esposo algo exagerado en este punto; porque doña Martina supo muy bien, al cabo de pocos años, recibir a los amigos de su esposo con dignidad, ya que no con distinción, y supo también preparar una mesa con elegancia y pasear en carretela por la Castellana sin ir rígida e incómoda en el asiento; aprendió igualmente a no dormirse en el Teatro Real y a saludar a sus amigas desde lejos abriendo y cerrando repetidas veces la mano; ofrecía la casa bastante bien, aunque siempre con las mismas frases; se enteraba de las últimas modas y se las aplicaba; se echaba polvos de arroz y se pintaba las cejas cuando iba a algún sarao; por último, aunque con marcado acento español, había llegado a hablar medianamente el francés.

Llegó la noche, volviéronse a casa; hubo sarao de damas, porque la mujer de don Antonio, que era una señora principal y alegre, hermosa y discreta, convidó a otras sus amigas a que viniesen a honrar a su huésped y a gustar de sus nunca vistas locuras. Vinieron algunas, cenóse espléndidamente y comenzóse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas había dos de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado.

El jueves último en mi casa una fiesta sin pretensiones de sarao, una pequeña reunión en obsequio de mis sobrinas, Carmen y Lucía, hijas de mi hermana mayor. Invité a las amigas de las muchachas y a varios jóvenes, pertenecientes, unas y otros, a nuestro gran mundo. La fiesta tenía por objeto principal presentar a mis sobrinas en sociedad. Debo deciros sobre ellas algunas palabras.

Don Evaristo vivía, desde que obtuvo el retiro, en el segundo piso de un caserón aristocrático de la calle de Don Pedro. Era uno de esos palacios grandones y sin arquitectura, construidos por la nobleza. En el principal había una embajada, y cuando en ella se celebraba sarao, decoraban la escalera con tiestos y le ponían alfombra.

Sabiendo esto el escritor de costumbres, no desdeña muchas veces salir de un brillante rout, o del más elegante sarao y previa la conveniente transformación de traje, pasar en seguida a contemplar una escena animada de un mercado público, o entrar en una simple horchatería a ser testigo del modesto refresco de la capa inferior del pueblo, cuyo carácter trata de escudriñar y bosquejar.

Allí es de ver como la reina de aquel sarao frota dulcemente la mano de un hombre, cual si quisiera persuadirle empleando por razon el calórico de la electricidad: allí es de ver la ingenuidad maravillosa, la admirable inocencia, con que exclama, dando á su acento la expresion tardía y entrecortada del patético: ¡Que je suis malheureuse! ¡Qué desgraciada soy!

La maldita casualidad me llevó un día del Havre á Honfleur, á bordo de una embarcación que rebosaba de esos imbéciles. A pesar de lo corto de la travesía, como los señoritos se fastidiaban, organizaron un sarao. Verdad es que no se oían los acordes de su instrumento, pues, la profunda voz del mar, que solemne, formidable, bramaba á nuestro alrededor, ahogaba aquellos débiles sonidos.

Palabra del Dia

ciencuenta

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