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Penélope era la más amable de las mujeres, al decir de Homero, y sabía encontrar para todos una palabra cortés y una sonrisa graciosa. ¿Es que con el tiempo se ha convertido en una viejecita huraña y gruñona? Elena guardó silencio. Núñez siguió bromeando unos instantes; pero viendo que no lograba arrancarle una palabra, despechado, concluyó por imitarla y dejarse conducir hasta la casa.

El tálamo de los dioses, el de los héroes, y aun el de cualquier hombre que se respeta, han de estar rodeados de impenetrable misterio. La prueba más evidente por donde Penélope reconoce á Ulises, es porque éste le describe su tálamo, que sólo él había visto entre los varones todos.

El ingenio humano puede vencer a esa diosa meretriz que se llama la Fortuna. El alquimista tiene una llamita de ilusión en sus ojos, rojos de tejer y destejer las cifras: siniestra tela de Penélope que ha servido de sudario a tantos soñadores del número. Las matemáticas tienen tanta poesía como un bello soneto.

La fortuna nos ayuda siempre a los audaces replicó el pintor recogiendo la intención que parecía desprenderse de las palabras de Elena. Y echando una mirada en torno: ¡Pero ésta es una escena de la antigüedad griega! Penélope sale de su palacio, recorre sus dominios en la rocosa Itaca, encuentra a Eumeo y sus zagales celosos guardadores de sus manadas de puercos, y departe con ellos.

Después hizo un pomposo ademán, algunas cortesías, y se marchó. Adiós Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope dijo cuando la vió fuera el poeta, que gustaba mucho de aplicarle aquellos nombres heroicos. Poco después de esta despedida se sintieron ronquidos muy broncos y prolongados. Era Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope, que dormía en el interior. ¡Cuán felices son las semidiosas!

Han cambiado en otros tantos reyes los jóvenes rústicos que cortejaban a Penélope; han convertido la granja en palacio y han prodigado el oro por todas partes.

En tal manera fué y tal priesa nos dimos, que sin duda por esto se debió decir: donde una puerta se cierra, otra se abre. Finalmente, parescíamos tener a destajo la tela de Penélope, pues, cuanto el tejía de día, rompía yo de noche.