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Susana negó de plano, y el juicio quedó terminado con esta sentencia inapelable de don Bernardino: ¡Ni ahora ni nunca daré mi consentimiento, en el caso desgraciado que a un hijo mío se le ocurriera unir su nombre al de la familia que nos ha ofendido! ¡Nunca, nunca! apoyó el fiscal, o sea misia Gregoria.

Misia Gregoria, con un suspiro mucho más hondo que los otros, contestó que , que se irían a la estancia a fin de mes, si esto no se arreglaba. ¡Perfectamente! exclamó Angela atacando, en su coraje, todas las uñas a la vez, ¿y qué tenemos nosotros que ver con esto?

En segundo lugar, misia Gregoria era muy celosa, espantosamente celosa, lo cual daba ocasión a escenas lamentables, representadas sin disfraz delante de los hijos.

Seguramente que si misia Casilda sabe que en la ocasión en que ella tanto se lamentaba de la ocurrencia, era portador Agapo de una carta traidora, que había de encender más la hoguera sobre la cual ella, por amor propio y amor de su sobrino, trataba de echar el agua fría de la reflexión, no hubiera sido flojo el escándalo.

Está bien; ¡ya no saldría Pampa! Entró en el comedor, sin chistar, y puso la mesa con el orden y simetría de siempre: en la cabecera, el cubierto de don Pablo Aquiles; en el lado de la derecha, el de misia Casilda, y a la izquierda, el del niño; luego, los vasos, el pan, la servilleta... nada olvidaba, y si, por acaso, cometía una torpeza, allí estaba la muñeca de porcelana, vigilante en el sofá.

La pobre Misiá Petrona se fué discretamente, como había vivido, procurando en su última hora evitar toda contrariedad al esposo, pidiéndole perdón con la mirada por las molestias que podía causarle su muerte.

Tan disgustado estaba el pobre hombre y misia Casilda se puso tan furiosa, que no comieron aquella noche.

Su chambergo con plumas contestaba solemnemente a todos los sombreros que se elevaban a su paso. Detrás marchaban dos negritos con el parasol y una rica alfombra, sobre la que se sentaba cruzando las piernas Misiá Rosa la marquesa para oír la misa.

Aunque usted, misia Melchora, no necesita consejos, pudiendo, por el contrario, darlos muy atinados y oportunos, me atrevo a insinuar la conveniencia de comunicar con precaución a Carlitos la fatal noticia, pues en el estado de melancolía a que le ha conducido su amor desconsolado, pudiera tener el mismo fin de Werther, de aquel doncel alemán tan sentimental, tan tierno, el cual no hubiera servido para trompeta de órdenes de Hindenburg, pero que nos ha dejado, en cambio, el eco elegíaco de su dolor, espejo perdurable y eterno modelo de los dolores de amor.

En el comedor, don Pablo Aquiles ocupaba todavía el sillón y misia Casilda había vuelto a sentarse en el sofá, sus manos de cera extendidas sobre la falda negra; se esperaba al niño, a Quilito, que había subido a su cuarto y nunca acababa de bajar a comer. La cocinera asomó dos o tres veces su cara encendida. Espere usted que el niño baje decía la señora con su voz de flauta.