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No lo dudo replicó Garmendia . Soy tan vascongado como cualquiera, pero siento que a mis paisanos les pase lo que a los irlandeses, que son muy religiosos, pero les gusta demasiado el vino. ¿Y qué? ¿Por qué no les ha de gustar?

¿Qué importa que un hombre sea bueno o malo, si no es cristiano? preguntaba Echaide, furioso. Hombre, importa. No importa nada replicaba el otro . Nada. Si no va a misa, no se puede salvar. Garmendia les mortificaba continuamente. Lo mismo Echaide que Argonz eran muy aficionados a la sidra y al chacolí, y a toda clase de licores.

Hablé del caso a Garmendia, el farmacéutico, y éste me dijo: Lleve usted la caja a la botica, y veremos lo que tiene dentro. Por la noche la cogí y la llevé. Indudablemente, aquí, si hay algo peligroso, debe estar en abrir la caja con la llave. Vamos a atacarla por otro lado.

Garmendia no se atrevía a mostrarse francamente volteriano, y procedía en la conversación con insidia, por frases sueltas, por observaciones al parecer cándidas. Los que más se indignaban con él eran dos carlistas cerrados, venidos del interior de la provincia: el uno, administrador de un título; el otro, contratista de piedras. El administrador se llamaba Argonz; el contratista, Echaide.

Es una lástima les dijo una vez Garmendia que los vascongados, a pesar de ser tan religiosos, sean tan borrachos. ¡Mentira! exclamó Echaide, poniéndose rojo de indignación . El pueblo vascongado es un pueblo honrado, y los que le denigran son indignos de pertenecer a él. Son unos canallas añadió Argonz, con los ojos fuera de las órbitas.

¿Qué será esto? pregunté yo. Parece pólvora. Lo es contestó Garmendia . El que le ha mandado a usted esto no es un amigo. Probablemente si llega usted a intentar abrir la caja, lo hubiera usted pasado muy mal. Hicimos otro boquete en el metal y sumergimos la caja en agua para que la pólvora se humedeciese, y a los dos días, cuando ya se notaba que toda la pólvora estaba mojada, abrimos la caja.