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Actualizado: 25 de junio de 2025


Por la mañana estudiaba filosofía y teología, leía las revistas científicas de los jesuitas, y escribía sus sermones y otros trabajos literarios. Preparaba una Historia de la Diócesis de Vetusta, obra seria, original, que daría mucha luz a ciertos puntos obscuros de los anales eclesiásticos de España.

Este símbolo podía representar la situación espiritual mía en aquella época lejana en que estudiaba en San Fernando. Hoy, cosa extraña, no me gusta nada el Mediodía, y tampoco me entusiasman las palmeras, que son, indudablemente, decorativas, pero que tienen aspecto de algo artificial. En el tiempo de que hablo era yo el pino que aspira a transformarse en palmera.

Mi afición al estudio interesó a aquellos benditos señores, que me dejaban libre todo el tiempo que podían. Yo velaba estudiando. Yo estudiaba durmiendo.

Cuando estudiaba esta gran figura, que realzaba maravillosamente la idea que se tiene en general de un corsario, y aun de un pirata, la señorita Margarita me suplicó que entrara. Halléme entonces frente á un viejo flaco y decrépito, cuyos ojos conservaban apenas una chispa vital, y que para acogerme, tocó con mano temblorosa el bonete de seda negra que cubría su cráneo luciente como el marfil.

Leía con deleite los Caracteres de La Bruyère; de los libros de Balmes sólo admiraba El Criterio y ¡quien se lo hubiera dicho al señor Carraspique! en las novelas, prohibidas tal vez, de autores contemporáneos, estudiaba costumbres, temperamentos, buscaba observaciones, comparando su experiencia con la ajena.

Salimos de allá con la intención de coger la isla de Lanzarote. A los dos días nos cogió un temporal del sudoeste, y como el viento, aunque muy fuerte, era manejable, concebimos la esperanza de llegar pronto a las Canarias. A la luz de la linterna, el capitán, con la brújula, estudiaba el plano.

Tenía seis hijos: el mayor, que contaba diez y nueve años, estaba empleado en un comercio de San Sebastián; el segundo estudiaba para piloto en Bilbao; el tercero, Adolfo, lo tenía en casa, un pedazo de madera que no servía más que para dar disgustos; venían después dos niñas de ocho y diez años, y por último, un niño de cinco que era, según todas las señas, el ídolo de sus ojos.

Como él reflexionaba mucho, se estudiaba y se sumía en el abismo de su propia conciencia, procuró explicarse el singular fenómeno que en ella se estaba presentando.

Doña Inés, además, no veía nada alarmante en el suceso, y a ella misma y a sus amigos don Andrés y el padre Anselmo se lo explicaba del modo más natural. Suponía y decía con sigilo que su señor padre, aunque estaba sano y bueno y tenía más facha de mozo que de anciano, había empezado a envejecer, claudicar y flaquear por el meollo; culpa quizá de lo mucho que con él trabajaba y estudiaba.

Creo que fue Cantero quien le acompañó a Gobernación para ver a González Bravo, y éste dio al punto la orden para que fuese puesto en libertad el revolucionario, el anarquista, el descamisado Juanito. Cuando el niño estudiaba los últimos años de su carrera, verificose en él uno de esos cambiazos críticos que tan comunes son en la edad juvenil.

Palabra del Dia

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