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Cuando se sintió más sereno, tocó un timbre. Entró un joven alto, tonsurado, pálido y triste, tísico probablemente. Era un primo del Magistral que hacía allí veces de secretario. ¿Qué habéis oído? Voces; nada. El cura de Contracayes, que es un salvaje.... , ya ... ¿Qué hay? Nada urgente. ¿De modo que puedo irme? No me necesitáis.... No; hoy no.

¡Pues para este viaje no necesitábamos alforjas! gritó Contracayes, no menos furioso, volviéndose al consternado Peláez, que no había previsto aquel choque de dos malos genios. Pero, señores, calma... ¡Fuera de aquí, so tunante! gritó el Magistral terciando el manteo, descomponiéndose contra su costumbre... . ¡Desgraciado de ti! Date por perdido, mal clérigo....

Nunca se había visto enfrente del Provisor, a quien temía por los rayos que manejaba, pero nada más hasta el punto que un gigantón salvaje puede temer a quien puede aplastar, en último caso, de una puñada. Notó don Fermín que Contracayes estaba más aturdido que atemorizado. Saludó el cura con un gruñido, y el Provisor no contestó siquiera.

De Pas había querido echar todo el peso de la censura eclesiástica y las más severas penas sobre Contracayes; pero gracias a los ruegos del notario había consentido, antes de proceder, en celebrar una conferencia con el párroco montañés, prometiendo que, si advertía en él verdadero arrepentimiento, se contentaría con un castigo de carácter reservado, que en nada perjudicaría la fama del clérigo, gran elector, y muy buen partidario de la causa óptima.

Y como el Magistral arrugase el ceño, Peláez mudó de conversación y habló con falso aturdimiento de las últimas elecciones y hasta aludió a las hazañas de cierto cura de la montaña que conocía él, que había metido el resuello en el cuerpo a una pareja de la guardia civil. Contracayes sonrió como un oso que supiera hacerlo.

Don Carlos Peláez, notario eclesiástico que desempeñaba otros dos o tres cargos en Palacio, no todos compatibles, se jactaba de ser una de las personas más influyentes en la curia eclesiástica y aun en el ánimo del señor Provisor. Bien iba a probarlo ahora interponiendo su favor para arrancar al mísero párroco de Contracayes, aldea de la montaña, de las garras de la disciplina.

Señor se atrevió a decir Contracayes, algo amostazado y perdiendo mucha parte del miedo ; con la palabra de V. S. tengo ya bastante, y no es de los sagrados cánones de lo que me quejo, sino de mi mala suerte que me hizo resbalar y caer donde otros muchos, muchísimos que conozco resbalan pero no caen. El Magistral se volvió de pronto, como si le hubiesen mordido en la espalda.