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El dinero no lo era todo. ¿Y la gloria? ¿Y la vergüenza profesional? ¿Qué dirían de él los miles y miles de partidarios entusiastas que le admiraban? ¿Qué contestarían a los enemigos cuando les echasen en cara que Gallardo se había retirado por miedo?... Además, el matador deteníase a considerar si su fortuna le permitía esta solución. El era rico y no lo era.

La cosa era sencillísima: bastaba con que la colonia madrileña residente en París se presentase en la embajada española, cogiera por un brazo al embajador y lo plantase en la calle, proclamando allí mismo por rey de España al príncipe Alfonso. ¡Ya contestarían al punto del otro lado de los Pirineos!... ¿Que chillaba el embajador?

Las gentes se hablaban ávidas de recibir y comunicarse nuevas que justificaran la exaltación de los ánimos; los que no sabían leer, es decir, el mayor número, se reunían en corros a oír las relaciones que en cartas o periódicos se hacían del estado de España, que semejaba haber caído en poder de moros; comenzaron a pronunciarse con respeto nombres de cabecillas olvidados; y personas que jamás hicieron alarde de su opinión, manifestaron sin rebozo que, si en aquellos valles volvía a resonar el grito de Dios, Patria y Rey, contestarían a él con entusiasmo.

Y mucho menos si yo les digo: «reparen ustedes que el hombre de mi ejemplo no tiene obligaciones que cumplir allí, ni debe una peseta al padre, ni está enamorado de la hija, ni Cristo que lo fundó; que no es más que un tertuliano de la casa y un amigo que pasea a menudo con los señores de ella, no desde el principio de los tiempos, sino de dos meses acá; que si no ha concurrido a las dos últimas tertulias del anochecer, es porque a esas mismas horas ha tenido ocupaciones de importancia en la botica de su padre, que le da el pan de cada día; que ese hombre jamás ha conocido el mal humor, ni tomado en serio cosa alguna de tejas abajo y de puertas afuera; que rebosa de vida y de salud, y que nada teme, ni nada debe, ni nada envidia... Por último, ese hombre existe en carne y hueso; y soy yo, Leto Pérez, el hijo del boticario de Villavieja, y boticario también.» Y entonces los sabios me contestarían, por poco sabios que fueran: «pues Leto Pérez, el hijo del boticario de Villavieja, no tiene sentido común.» Y no le tengo, ¡carape! no le tengo, y a eso iba; pues le tuviera, no me sucedería lo que me sucede; porque a un hombre de sentido común no puede sucederle eso más que en un caso, y yo niego ese caso; y no solamente le niego, sino que la suposición de él me parece el más enorme de los absurdos, y además una irreverencia... ¡qué digo irreverencia? un sacrilegio.