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Por último, vinieron los tiempos revolucionarios, y el antiguo palacio de Luxemburgo, el heredero de tantos reyes, de tantas intrigas, de tantos misterios y de tantos conflictos, pasó á ser una finca nacional. Bajo la Convencion, se convirtió en prision de Estado, á la cual fuéron conducidos Hebert, Danton, y otros célebres personajes, incluso Robespierre.

Los náufragos más ágiles se veían rodeados, al pisar la cubierta, por grupos que lamentaban su desgracia, al mismo tiempo que les ofrecían líquidos calientes. Otros daban unos cuantos pasos, como si estuviesen ebrios, é iban á caer en un banco. Algunos tenían que ser izados desde el fondo del bote y conducidos en una silla á la enfermería del vapor.

El espectáculo que ofrecían los Harvey, padre é hijos, en América, conducidos por aquella morenilla delgada y débil, era sumamente curioso. En la cabeza de miss Maud había muchas más ideas de las que podían producir los cerebros de sus hermanos. La voluntad de la muchacha, matizada con una nerviosidad debida al perfeccionamiento do la raza, recordaba la tenacidad de su padre.

La premura no daba lugar a la compasión, y eran conducidos a las lanchas tan sin piedad como arrojados al mar fueron los fríos cadáveres de sus compañeros.

Morsamor convocó, pues, a su gente, expuso su determinación de permanecer en Benarés con algunos pocos aventureros que quisiesen acompañarle y reconociendo que todos habían cumplido ya con el compromiso y la obligación que contrajeron, los dejó en libertad de volver a Goa, conducidos por buenos guías y con el espléndido botín que habían conquistado.

A mediados de 1637 habían ya llegado á Sevilla presos multitud de esclavos de los pueblos de la provincia, los cuales fueron en 24 de Agosto embarcados y conducidos á Cádiz, donde los llevó á Levante para remar en las galeras, y otros muchos salieron de nuestra ciudad á pie, siendo conducidos á Cartagena.

Estamos lejos de la época en que el lector deseaba en las novelas esos desarrollos hábilmente conducidos que aumentan el interés de una acción a la que concurren todas las circunstancias; esos detalles de costumbres y de caracteres que hacen vivir en el espíritu las cosas y las personas, el atractivo extraordinario y punzante de las combinaciones libres de la imaginación, conciliado a fuerza de arte con la verosimilitud de la historia.

No se crea sin embargo que todo este tiempo han de contemplar pasivos los reyes de Castilla la integridad del símbolo islamita. Tres veces se pusieron sobre Córdoba las huestes cristianas. Dos veces penetraron en ella conducidos por el valiente emperador D. Alfonso VIII, y otras dos fué la mezquita ocupada, purificada luego y consagrada al verdadero culto. Estos hechos de armas merecen referirse.

Los sacerdotes marchaban animosos, dando gritos de exhortación sin cansarse; los miserables reos iban pálidos, decaídos y sin fuerzas. Bien se vio de qué parte estaba la ayuda celeste. Los sentenciados fueron conducidos al pie del castillo de Bellver, para la quema final.

Las esperanzas se desvanecían, las sospechas se confirmaban las más de las veces, y el número de los que ganaban en aquel agonioso juego de la suerte era bien pequeño, comparado con el de los que perdían. Los cadáveres que aparecieron en la costa de Santa María sacaban de dudas a muchas familias, y otras esperaban aún encontrar entre los prisioneros conducidos a Gibraltar a la persona amada.