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La razón era que hacía tiempo el señor Colignon había prestado al matrimonio Pinto mil pesetas, sin recibo ni documento alguno comprobatorio, y la Pinta premeditaba sangrar nuevamente al sanguíneo y rubicundo confitero, y aliviarle de un regular chorro de pesetillas. El señor Colignon era muy rico. La gran casa en donde vivía y ejercía el comercio era de su propiedad.

Pero, ¿cómo se lo decía a la irritable Xuantipa, sin suscitar una escena ominosa, y en presencia del señor Colignon? Dos o tres pares dijo, al fin, Belarmino. ¿No sabes si son dos o tres? preguntó Xuantipa, irguiéndose rápida y enderezando las sierpes de sus ojos hacia el anonadado Belarmino. Lo tengo apuntado. ¿En dónde? A ver, a ver... exigió Xuantipa, alargando el brazo amenazador.

Por gravitación misteriosa el señor Colignon va a Belarmino. Es error vulgar suponer que la fuerza de la gravitación hace caer los cuerpos. Esto de caer supone la noción de arriba y abajo, y en el espacio infinito no hay arriba ni abajo; los cuerpos y las almas unas veces suben hacia abajo y otras caen hacia arriba.

Los viejos se alejan. Están a solas Apolonio y el confitero francés. Apolonio habla, con su acostumbrada prosopopeya. El confitero escucha, con su regocijo acostumbrado. Después de un rato de palique, el señor Colignon se encamina hacia el lugar en donde Belarmino ha permanecido sin moverse. El banco donde descansa Belarmino está emboscado en un macizo de laureles, al modo de muro en semicírculo.

Vaya usted, señor Coliñón, a ver a sus amigos, hasta la hora del refectorio. Ya conoce el camino. Están en el jardín, de seguro, esperándole con impaciencia. El señor Colignon recorre unos pasillos, donde huele a bazofia, y sale al denominado jardín; un jardín sin más flores que algunos asfodelos.

Apenas transcurridos cinco minutos, irrumpió en la zapatería el voluminoso y rubicundo don René Colignon, fabricante de achicoria y confitero. Su rubicundez era tan flamígera que proyectaba reflejos en las paredes.