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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Un perro vivaracho y pequeño, descarado, ratonero, de éstos que pasean su vanidad por las calles de Madrid, se acercó al can melancólico, y le dió una embestida con el hocico. Batilo era muy tímido; pero sintiendo herido su amor propio, ladró. El ratonero, que no deseaba sino provocación, ladró también, atreviéndose á dar un mordisco al pobre faldero.
No puede decirse que su fisonomía fuera antipática: sonreía con bondad, y, sobre todo, había en sus ojuelos cierta gracia y una volubilidad amable. Sí, hija mía, sí: sé dónde está, sí, pero es muy lejos. No podrá usted ir sola; su perderá usted, hija mía. Venga usted y yo la pondré en camino. Y volvió atrás. Siguiéronle Batilo y Clara, que creyó al fin haber encontrado el hilo del laberinto.
No sabemos cómo concluyó la pendencia, porque hemos de seguir á Clara; y ésta, en cuanto se vió libre de la zarpa de la dama de Juan Mortaja, se escapó ligeramente, y á buen paso, seguida siempre de Batilo, llegó á la plazuela del Ángel.
Ya le parecía que por ventanas y puertas entraba una horda de facinerosos armados de puñales, pistolas, cuerdas y otros instrumentos horribles. Cierra bien. Apaga esa luz. ¿Si se irán á entrar por esa ventana? dijo señalando un tragaluz por donde el gato, que tanto respeto inspiraba al señor de Batilo, entraba con dificultad. Aquel tragaluz daba á un patio perteneciente á la misma casa.
Haz lo que quieras, sin reparar en lo que pueda opinar ese señor mayordomo, que él nada tiene que mandar aquí. Despide á esa muchacha; que se vaya con las de su calaña. ¡Oh! No quiero recordar lo que esta señora ha contado. Hasta el perro, que no ladraba; el melancólico Batilo, estaba consternado.
Palabra del Dia
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