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Es verdad que los afortunados arruinaban a los infelices, pero ¡qué remedio...! Había que amoldarse a las exigencias del mundo, tomar parte en la «lucha por la existencia»; la sociedad estaba constituida así. Para que vivan unos hay que devorar a otros.

El Rey, para ocultar sus pecados, hacía que profesasen muchos de sus hijos bastardos, y los caballeros ricos se arruinaban por cómicas ingertas en cortesanas, como la María Beson, «que vino de Francia tan cargada de escudos como de enfermedades», o la Antonia Infante, que usaba en la cama sábanas de tafetán negro. Y a tal nación, tal corte.

Su gravedad taciturna, su pensamiento tardo y penetrante, no eran españoles: eran flamencos. La impasibilidad con que recibía los reveses que arruinaban a la nación era la de un extraño que no estaba ligado por ningún afecto a esta tierra. «Mejor quiero reinar sobre cadáveres que sobre herejes», decía.

Ya no podía negársele que había mujeres que derrochaban tesoros para vivir entre lujos y deshonestidades; «mujeronas empingorotadas» que escandalizaban al mundo y se burlaban de la ley de Dios; mujerzuelas de más abajo que arruinaban a sus maridos por el vicio de ser tan escandalosas y desarregladas como las de más arriba; hombres que perdían a una carta en un instante la hacienda de todos sus hijos..., ¡y casi siempre la bambolla y la lujuria, de más cerca o de más lejos, danzando en los enjuagues del dinero y en las angustias del plazo!

Ello era una especie de milagro de la ciencia y la habilidad. «Pero si los alemanes no hicieran milagros de sabiduría, ¿quién los iba a hacer?». Se trataba sencillamente de sacarles a las algas, que el mar arrojaba a las costas de la provincia en tanta abundancia, un demonio de materia que tenía mucha utilidad para infinitas industrias. Adelante. Además, a Roma por todo. Si la arruinaban, ¿qué?