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Este abandono fué en aumento después de 1834, y como quiera que por las autoridades locales se olvidó por completo el adorno y cuido de aquella alameda, desaparecieron de ella los antiguos árboles que le prestaban agradable sombra, los primitivos asientos y los aguaduchos donde tan animadas tertulias se formaban.

A un lado queda el pueblo, que asoma sobre la verdura de los huertos; la blanca torre de la iglesia resalta junto a un ciprés enorme; las palmeras se recortan con sus ramas péndulas en el azul luminoso. Al final de este camino sesgo se encuentra una alameda. Es una alameda compuesta de cuatro liños de olmos y acacias.

Sólo habían transcurrido algunos meses, pero estaban ya lejanos para Cuadros aquellos tiempos en que el tendero de costumbres tranquilas y rutinarias se indignaba al saber que su hijo iba a los bailes y le esperaba tras la puerta empuñando fieramente la vara de medir. A las cuatro de la tarde entraban las de Pajares en el paseo de la Alameda.

Villaverde se regocija de cuando en cuando, y tiene sus fiestas y sus paseos populares. No siempre ha de estar triste y malhumorada. El día tres de Mayo acuden los villaverdinos a la herbosa alameda de Santa Catalina.

El monumento al fin fué derribado en 1869, sin que bastara á impedir su destrucción, ni lo magnífico de la obra, ni los recuerdos que tenía. LA ALAMEDA DE H

Cualquiera diría: «¿Qué importa la sonrisa de un flamencoSin embargo, cuando el flamenco tiene razón para sonreír y lo hace del modo espontáneo y sencillo que Primo, puede muy bien sentirse uno humillado. Juan Ruiz vive aquí serquita, en la Alameda de Hércules... Bueno; pero si usted pudiera...

En el Retiro muy poca gente: don Juan llega de los primeros, se cansa de andar, se disgusta y siente impulsos de volverse a casa. Por fin comienzan a venir paseantes. A las cinco aparece Cristeta al término de una alameda: traje, el mismo del día pasado; lleva al niño cogidito de la mano y el coche les sigue a corta distancia.

Levantadas las columnas sobre pedestales, se pusieron, como remate de ellas, dos estatuas, una de Hércules y otra de Julio César, las cuales dieron nombre al paseo, que el vulgo llamó desde poco después, Alameda de Hércules.

Seguida de Flog, su perro de pelo rojizo, vagaba al gusto de su fantasía por los senderos que serpenteaban entre los matorrales. De tiempo en tiempo, desatendía la Naturaleza para pensar en Huberto. Lo veía bajo la alameda, besándole las manos. ¡Era, pues, cierto! ¡La amaba! Nadie hasta entonces le había hablado así.

¡Ay, aquel muchacho! ¡Hijo de unos padres tan honrados!... Casi todos los días, en vez de entrar en la tienda del maestro, se iba al Matadero con ciertos pillos que tenían su punto de reunión en un banco de la Alameda de Hércules, y para regocijo de pastores y matarifes, osaban echar un capote a los bueyes, siendo volteados y pateados las más de las veces.