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Este escritor coronado era el periodista más antiguo de la Historia: el primero que en pleno siglo XIII había osado apelar al juicio de la opinión pública en sus manifiestos contra Roma. Su hija la había casado con un emperador de Bizancio, Juan Dukas Vatatzés, el famoso «Vatacio», cuando éste tenía cincuenta años y ella catorce.

Y la pobre joven, casada con «Vatacio el Herético» por un padre necesitado de alianzas, había vivido largos años en Oriente con toda la pompa de una basilisa, envuelta en vestiduras de rígidos bordados que representaban escenas de los libros santos, calzada con borceguíes de púrpura que llevaban en las suelas águilas de oro, último símbolo de la majestad de Roma.

Primeramente había reinado en Nicea, refugio de los emperadores griegos mientras Constantinopla estuvo en poder de los cruzados, fundadores de una dinastía latina; luego, cuando, muerto Vatacio, el audaz Miguel Paleólogo reconquistaba Constantinopla, la viuda imperial se veía solicitada por este aventurero victorioso.

La pobre emperatriz vivió hasta el siglo siguiente en la pobreza de un convento recién fundado, recordando las aventuras de su destino melancólico, viendo con la imaginación el palacio de mosaicos de oro junto al lago de Nicea, los jardines donde Vatacio había querido morir bajo una tienda de púrpura, las gigantescas murallas de Constantinopla, las bóvedas de Santa Sofía, con sus teorías hieráticas de santos y basileos coronados.

Otra vez repitió el dulce nombre que había iluminado su infancia con un esplendor novelesco. «¡Doña Constanza! ¡Oh, doña Constanza!...» Y se sumió en la noche definitivamente, sin una nueva visión, abrazándose á la almohada lo mismo que cuando era niño y creía dormirse teniendo entre sus brazos á la joven viuda de «Vatacio el Herético».