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«¿Míos? ¿Has dicho que todo lo de D. Carlos puede ser mío? estás loco, Almudenilla. Tudo tuya... por la bendita luz. Si no creer , priebar y ver. Vuélvemelo a decir: que todo el dinero de D. Carlos puede ser mío, ¿cuándo? Cuando querer ti. Lo creeré, si me explicas cómo ha de ser ese milagro. sabier cómo... Dicir ti secreto.

¿Pero a qué vienen esos lloriqueos?... Almudenilla, si yo te quiero... Amos, no me des disgustos. Ora ti, casa tuya, ver galán bunito, jacer cariños él. ¿Yo? ¡Estás fresco! ¡, , para él estaba! ¿Pero qué te has creído? ¡Valiente caso hago yo de esa estantigua! Tiene más años que la Cuesta de la Vega: es pariente de mi señora, y por encargo de esta se le recogió para llevarle a casa.

Alarmose la pobre mujer, advirtiendo en el rostro de su amigo grandísima turbación: contraía y dilataba los labios con vibraciones convulsivas, desfigurando su habitual expresión fisonómica; manos y piernas temblaban; su voz había enronquecido. «¿Qué tienes , Almudenilla? ¿Qué mosca te ha picado? Picar , mosca mala... Viner migo... Querer yo hablar tigo. Muquier mala ser ti...

No te debo nada... Y hasta otra, Almudenilla, que días vendrán en que yo carezca y me sirvas, como te serviré yo viceversa... ¿Vienes del café? , y golvier si querer migo. Convidar tigo». Asintió Benina al convite, y un rato después hallábanse los dos sentaditos en el café económico, tomándose sendos vasos de a diez céntimos.

En una de estas cayó boca abajo, y allí se quedó cual si fuera la víctima, mordiendo la tierra, mientras la señora de sus pensamientos le decía: «Almudena, Almudenilla, si te cojo, verás... ¡tontaina, borricote!...».