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Actualizado: 30 de junio de 2025
Aquello fué tan popular como la procesión de ánimas de San Agustín, el encapuchado de San Francisco, la monja sin cabeza, el coche de Zavala, el alma de Gasparito, la mano peluda de no sé qué calle, el perro negro de la plazuela de San Pedro, la viudita del cementerio de la Concepción, los duendes de Santa Catalina y demás paparruchas que nos contaban las abuelas, haciéndonos tiritar de miedo y rebujarnos en la cama.
Cada vez que D. Francisco le llevaba dinero cobrado, un problema de usura resuelto y finiquito, se alegraba tanto la viudita que se le abrían los poros, y por aquellas vías se le entraba el carácter de Torquemada a posesionarse del suyo e informarlo de nuevo. La esposa de Torquemada estaba hecha tan a semejanza de este, que doña Lupe la oía y la trataba como al propio don Francisco.
De Pas no paró la atención en ellas, pero Ripamilán se detuvo, olfateando, y tendió el cuello en actitud de escuchar. ¡Así Dios me valga, son ellos! dijo pasmado. ¿Quién? Ellos; la viudita y don Saturno; reconozco el chirrido de ese grillo destemplado. Y el Arcipreste que manifestara poco antes tanta prisa por salir del templo, se empeñó en entrar en Santa Clementina.
La presencia del Provisor contuvo al señor Arcipreste, que, cortando la cita, añadió: ¿Parece que hemos tenido faldas por aquí, señor De Pas? Y sin esperar respuesta hizo picarescas alusiones corteses, pero un poco verdes, a la hermosura esplendorosa de la viudita.
Palabra del Dia
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