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Todo anunciaba que el señor de los Pazos se llevaría el gato al agua, a pesar del enorme aparato de fuerza desplegado por el gobierno. Se contaban los votos, se hacía un censo, se sabía que la superioridad numérica era tal, que las mayores diabluras de Trampeta no la echarían abajo. No disponía el gobierno en el distrito sino de lo que, pomposamente hablando, puede llamarse el elemento oficial.

No será el primero, como usted me enseña dijo Trampeta riéndose de la chuscada . Ya entiende por quién hablo.... ¿eh? ¡Ah!, , la muchacha ésa que vivía en la casa antes de que Moscoso se casase, y de la cual tiene un hijo.... Ya ve usted cómo me acuerdo. El hijo... el hijo será de quien Dios disponga, señor gobernador.... Su madre lo sabrá..., si es que lo sabe.

Ahora que Barbacana estaba fresco: su eterno adversario Trampeta, amigo de los unionistas, se le montaría encima por los siglos de los siglos, amén. Con el embullo de estos acontecimientos, apenas atendió el abad de Naya a las tribulaciones de Julián. Transcurrido algún tiempo de vida familiar con suegro y cuñadas, don Pedro echó de menos su huronera.

Día y noche estaba el insigne cacique atravesado en la carretera, y a cada viaje la elección de Cebre se presentaba más dudosa, más peliaguda, y Trampeta, desesperado, vociferaba en el despacho del Gobernador que importaba desplegar fuerza, destituir, colocar, asustar, prometer, y, sobre todo, que el candidato cunero del gobierno aflojase la bolsa, pues de otro modo el distrito se largaba, se largaba, se largaba de entre las manos.

Conviene saber que ninguno de los dos adversarios tenía ideas políticas, dándoseles un bledo de cuanto entonces se debatía en España; mas, por necesidad estratégica, representaba y encarnaba cada cual una tendencia y un partido: Barbacana, moderado antes de la Revolución, se declaraba ahora carlista; Trampeta, unionista bajo O'Donnell, avanzaba hacia el último confín del liberalismo vencedor.

Trampeta, con las manos en los bolsillos, ríe a socapa. Tales amaños mermaron de un modo notable la votación del marqués de Ulloa, dejando cincunscrita la lucha, en el último momento, a disputarse un corto número de votos, del cual dependía la victoria.

Mientras no hundamos a Barbacana, no se hará nada en Cebre. ¡Corriente! Pues facilítenos usted la manera de hundirlo. Ganas no faltan. Trampeta se quedó un rato pensativo, y con la cuadrada uña del pulgar, quemada del cigarro, se rascó la perilla.

¡Pues qué diré de la mula en que Trampeta solía hacer sus excursiones a la capital! Ya las costillas le agujereaban la piel, de tan flaca como se había puesto.

En cambio Trampeta, si justificando su apodo no desdeñaba los enredos jurídicos, solía proceder con más precipitación y violencia que Barbacana, asegurando la retirada menos hábilmente; así es que su adversario le tuvo varias veces cogido entre puertas, y por punto no le aniquiló.

La rodeaban unos quince curas y sobre ocho seglares, entre ellos el médico, notario y juez de Cebre, el señorito de Limioso, el sobrino del cura de Boán, y el famosísimo cacique conocido por el apodo de Barbacana, que apoyándose en el partido moderado a la sazón en el poder, imperaba en el distrito y llevaba casi anulada la influencia de su rival el cacique Trampeta, protegido por los unionistas y mal visto por el clero.