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Actualizado: 22 de mayo de 2025
Aquel que a luz y a tornos desafía, En la mayor palestra que vió el suelo, Cuanta le ve estrellada monarquía, Es, a pesar del bárbaro desvelo, Filipo el Grande, que, árbitro del día, Está partiendo imperios con el Cielo;
El Joven Sarriense publicó en su primer número la siguiente lacónica, pero endemoniada gacetilla: «El lunes se ha trasladado a las habitaciones del piso principal de la fonda de la Estrella el Excelentísimo señor duque de Tornos, conde de Buenavista, que estaba hospedado en casa de don Rosendo Belinchón.
Esta, pálida ya también, adivinando vagamente algo terrible, se dejó arrastrar sin saber lo que hacía. ¡Cecilia! gritó Ventura con una voz extraña que jamás le había oído su madre. Pero la niña no hizo caso. Siguió arrastrando a su abuela hacia la alcoba. Antes de llegar a la puerta, se presentó en ella el duque de Tornos.
Cuando dejase de estarlo ya vería si le convenía cruzar las armas con «semejante mamarracho». Como los padrinos contestasen en mal tono, les amenazó con llevarlos a la cárcel, y hubieron de retirarse. El duque de Tornos siguió visitando de vez en cuando la casa de don Rosendo y dejándose acompañar por éste y sus amigos siempre que salía a la calle.
Todos levantaron al mismo tiempo la cabeza al escuchar en la calle un trompeteo horrísono. Era la orquesta de Lancia que al fin había llegado. El Faro dedicó casi todo su número del jueves a cantar ditirambos al duque de Tornos.
Si efectivamente el duque de Tornos andaba por allí escondido, ¡qué buen rato debió de haber pasado! Ventura, así que vió desaparecer a su esposo por el balcón, se vistió apresuradamente. Salió del cuarto en busca de algún criado. Justamente llegaba Pachín, con una luz en la mano, con la faz descompuesta.
Pero don Mateo, a fuerza de actividad y diplomacia, había logrado que la mayoría de los socios siguiesen pagando las dos pesetas mensuales de la suscripción. Todas las demás instituciones de recreo en que la villa era tan rica, habían desaparecido. Lo que traía preocupados a tirios y troyanos a la sazón era la venida del duque de Tornos.
Se comerciaba a gritos. A cada instante estallaba una gresca. Oíase el continuo rumor soñoliento de tornos y telares, semejante al de populosa plegaria en alguna mezquita. Los hombres vestían casi todos a la española; algunos llevaban gregüescos de lienzo, como la gente de mar. Las mujeres, saya de colores aldeanos y juboncillo corto.
La población, contaminada de aquella vecindad, se hizo levítica, adquiriendo en poco tiempo un aspecto triste y sombrío. Las campanas, que aun repicando alegres despiertan ideas de muerte, vencieron al fecundo rumor de los tornos, los telares, los martinetes y los yunques.
Palabra del Dia
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