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Actualizado: 9 de mayo de 2025


El Alguacil trató de su negocio sin meterse en más dimes ni diretes, deseando más que hubiese dares y tomares, y doña Tomasa estuvo empuñada la espada y terciada la capa a punto de pelear al lado de su soldado; que era, sobre alentada , muy diestra, como había tanto que jugaba las armas , hasta que vió sacar preso al que le negaba la deuda, libre de polvo y paja.

¿Y como hombre? Todo un barbián. Nada de hipocresía y de llevar la cabeza baja. Bien se le conoce que fue soldado en su juventud. Tía Tomasa se acuerda de haberle visto en el claustro con casco de crines, charreteras de sargento y un chafarote que armaba gran estrépito.

Pero a Su Eminencia se le va más abajo, y le hace rabiar como un condenado. Lo que dice tía Tomasa: los médicos le arreglan, y él se encarga de enfermar otra vez con ese vinillo de gloria. El Tato, en medio de su cinismo burlón, mostraba cierto afecto por el prelado. No crea usted, tío, que es un cualquiera; dejando aparte su mal genio, resulta todo un hombre.

Gabriel sintió que le tiraban de la chaqueta, y al volverse vio a la jardinera. Ven, sobrino. Ya la tenemos ahí. Te espera en el claustro. Al salir, la señora Tomasa le mostró una mujer adosada al zócalo de piedra del jardín, encogida, envuelta en un mantón raído, con el pañuelo de la cabeza echado sobre los ojos. Gabriel no la hubiese conocido nunca.

Tomasa hablaba del niño del zapatero a los buenos señores del cabildo que después del coro se detenían un momento en el jardín. La oían distraídos, hundiendo su mano en la sotana. ¡Todo sea por Dios! ¡Cuánta miseria...! Y unos la daban diez céntimos, otros un real; hasta hubo quien llegó a dar una peseta.

Palabra del Dia

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