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Actualizado: 3 de mayo de 2025
De un lado, sonreía al amor, del otro hacía muecas al crimen. La una se mostraba porque era hermosa; la otra se ocultaba porque hubiera causado horror. La señora Chermidy prometió al duque ocuparse en su asunto. Aquel mismo día, efectivamente, habló con le Tas acerca del criado que se podría enviar a Corfú.
Su linda cabeza colgaba horriblemente. Su boca entreabierta dejaba ver dos hileras de pequeños dientes apretados por las convulsiones de la agonía. Sus ojos, que una mano piadosa no había cerrado a tiempo, parecían mirar la muerte con espanto. El puñal estaba en medio de la pieza, en el sitio en que le Tas lo arrojara. La sangre lo había inundado todo.
Le Tas le dijo: Si no me equivoco, y me parece que no, usted es un excelente hombre, como yo soy una buena muchacha. ¿Por qué no intenta usted colocarse en una buena casa, puesto que ya ha servido? Yo estoy en París, en casa de una señora sola que me trata muy bien; y no me sería difícil encontrarle algo por el estilo.
No experimentó ni sorpresa ni pesar. La sangre le subió hasta el cerebro y todo concluyó. Su cabeza no era más que una jaula abierta de la que la razón había volado. Pasó las últimas horas de la noche apoyado sobre un cadáver que se enfriaba gradualmente. Cuando le Tas fue a ver si su hermosa prima se había despertado, oyó a través de la puerta un grito estridente como el canto del grajo.
Le Tas compartió sus pesares y le preguntó por qué no iba a buscar fortuna a otro sitio. Poca Suerte respondió melancólicamente que no tenía ganas ni medios de viajar. Tendría que estar allí largo tiempo. La cabra no tiene más remedio que ramonear allí donde la atan. ¿Aunque no haya nada que ramonear? preguntó le Tas. El, por toda respuesta, inclinó la cabeza.
Me mataré sin hacerme daño. El testamento demostrará que no tengo apego al dinero; el puñal, que tampoco se lo tengo a la vida, pero no me mataré hasta el momento en que vaya a abrir la puerta. Le Tas encontró la invención excelente, aunque no fuese precisamente nueva.
Se acordaba con amargura de sus primeras entrevistas con le Tas y de la acogida de la señora Chermidy. Cuando comparaba su situación presente con la que había soñado, se consideraba como el más desgraciado de los hombres, porque creía haber perdido lo que había dejado de ganar. La interrupción de una masa enorme que se movía pesadamente en el jardín interrumpió el curso de sus ideas.
No se la veía nunca en el salón, ni siquiera por casualidad; pero los amigos íntimos de la casa se sentían muy honrados de entablar conocimiento con ella. Era una doméstica con sus 120 kilos de peso, compatriota y hasta algo pariente de la dueña de la casa. Se llamaba Honorina Lavenaze, como su ama; pero su deformidad hacía que todo el mundo la conociera por le Tas.
Está bien; ya les recordaré que estoy viva. Le Tas me ha dicho que le habías dado arsénico a la condesa. Sí, señora; pero no ha hecho efecto. Si le dieses una puñalada, quizás haría efecto. ¡Oh! ¡señora! ¡una puñalada! eso ya es más grave. ¿Qué diferencia hay?
Creo que sería fácil encontrar un mozo inteligente que interpretase a su manera las órdenes del médico. Se le darían sus mil francos de renta, y los herederos... Heredarían. Comprendo perfectamente. Pero, ¡es tan difícil la elección! ¿Y si tropezásemos con un hombre honrado? ¿Es que los hay? Le Tas, calumnias al género humano.
Palabra del Dia
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