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Actualizado: 3 de junio de 2025
Sardou, que se indignó hasta el insulto contra el famoso Irwing, porque éste había representado el papel de Robespierre con botas de reverso y no con medias blancas de seda, no permite que nada quede encomendado á la discreción ó cuidado de los actores.
Todos lo reconocen así y nadie se atreve á contradecirle; y probablemente muchos de los artistas que hoy ocupan lugares eminentes en la escena francesa, se congratulan secretamente de que Victoriano Sardou no haya querido nunca ser actor. Mí última conversación con Victoriano Sardou ha sido interesante y muy larga.
También, según las circunstancias, llora ó ríe. No es raro dice, hallar huellas de lágrimas en mis manuscritos. Terminada la obra, Victoriano Sardou, que es, simultáneamente, un «visual» y un «auditivo», dedica toda su atención á ponerla en escena. A su juicio, es tan difícil presentar bien un drama, como escribirlo.
En cambio las obras dramáticas de Sardou y de Dumas hijo, que tratan de pintar el mundo elegante de París, enamoran, pasman y hechizan á no pocas de nuestras damas. No advierten que aquellos discreteos y tiquis miquis suelen estar confeccionados con una más honda y radical cursería. Con relación á la nuestra es como el aguardiente con relación al vino.
A estas interrogaciones que, al cabo, no me decido á formular, los ojos burlones y penetrantes de Sardou parecen responder: No se apure usted; no se inquiete usted; lo extraordinario no ha existido jamás. Schélling tiene razón: «Todo es uno y lo mismo.»
Victoriano Sardou nació en 1831, y sus primeros años se deslizaron bajo el bello cielo provenzal. Ya en París, sus padres quisieron dedicarle al profesorado; pero él empezó á estudiar medicina, atraído, más que por una verdadera curiosidad científica, por el aspecto trágico de las salas de disección. Bien pronto las exigencias de la vida le obligaron á abandonar los estudios.
Sardou es de mediana estatura, viste limpiamente, pero con el descuido de los hombres que llegaron á abuelos, y no usa joyas.
Sardou, con quien han trabajado, desde Déjazet y Felia, hasta Rosa Bruck y Mounet-Sully, imita acabadamente el ademán y la voz de todos los actores; entre su pensamiento y su acción hay siempre harmonía perfecta, el ritmo y desembarazo de sus movimientos, son impecables.
No discutiré aquí el teatro de Sardou, del que conozco más de cuarenta obras; pero, aun censurando, en general la labor del autor de «La Tosca» y de «Madame Sans-Géne», cuyas rebuscadas artificiosidades repugnan cuantos creen que la belleza y la verdad teatrales pueden convivir sin estorbarse, no cabe negar que sus fábulas están hábilmente compuestas, que las escenas chorrean pasión y enérgico colorido y que sus personajes, y muy especialmente sus mujeres, tienen algo extraño y atrayente sobre todo encomio.
El famoso actor Edmundo Got habla en sus Memorias del desdichado estreno de La mariposa, obra de Victoriano Sardou, á quien yo conocí septuagenario y con un rostro burlón y astuto, de vieja histrionisa, y que tenía en la época á que Got se refiere un semblante reflexivo y dulce, de institutriz. La mariposa, como se dice en la pintoresca jerga de bastidores, «se hundió».
Palabra del Dia
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