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Actualizado: 3 de junio de 2025


No había arte en el mundo que pudiese embellecer su horripilante mascarón. Una noche, al pasar por la Puerta del Sol, fijáronse los dos en los gritos de los vendedores de periódicos. Pregonaban «la horrible catástrofe» ocurrida aquella mañana, con incalculable número de muertos y heridos.

Nada oyó el futuro sacerdote en desdoro de su tío; pero, con frecuencia, las gentes que cruzaban las antesalas y corredores del palacio no parecían salir completamente satisfechas de la entrevista con el Prelado: y era lo extraño que si nunca se retiraban descontentos la dama encopetada o el canónigo influyente, solía verse descorazonado y abatido al pobre párroco de aldea o al cura de misa y olla cuyos grasientos y raídos manteos pregonaban descaradamente la miseria.

El descontento de la nación vencida tuvo sus intercadencias según y como que la política de la Corte los halagaba o los oprimía; pero siempre es cierto que mal avenidos con la religión que habían abrazado a la fuerza, sentidos con las fardas y gabelas con que eran pechados, ofendidos de las ordenanzas que les pregonaban, y rabiosos con la altivez de los vencedores, no esperaban sino ocasión adecuada para revolverse, tentando para ello los vecinos reinos de Africa, y el nuevo y formidable poder que desde Constantinopla amenazaba a toda la cristiandad.

El tren dejó atrás los torreones gemelos de los altos hornos de fundición «los castillos feudales de Sánchez Morueta» según decía el doctor, que pregonaban la gloria industrial de su poderoso primo, y después de atravesar un túnel, avanzó por la ribera cruzando los descargaderos de mineral.

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