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Que muriesen otros era natural: ¡pero Julio!... Mientras caminaba, alejándose de él, la esperanza parecía cantar en su oído. Y como un eco de sus gratas afirmaciones, el padre repitió mentalmente: No hay quien le mate. Me lo anuncia el corazón, que nunca me engaña... ¡No hay quien le mate! No hay quien le mate Cuatro meses después, la confianza de don Marcelo sufrió un rudo golpe.

Don José lamentaba la suerte de aquel hombre que no conocía y sobre cuyo cadáver invisible había hecho descender su bendición. ¡Infeliz! ¡Sepultado en el mar!... Pero Fernando no participaba de sus lamentaciones. Todos que muriesen así.

Mas no quiso Dios que muriesen todos, para que tuviésemos noticia de la felicísima suerte de estos dos operarios Apostólicos; á algunos, pues, dejaron con la vida, bien que condenados á esclavitud perpetua. Los matadores transportaron el cuerpo del P. Arce á la otra banda del río, y le entregaron á los Guaycurús, que también habían echado leña al fuego, y tenido parte en este cruel delito.

Sus abuelos sabían mucho de esto. ¡Lástima que muriesen sin decir palabra!... Relataba la historia verídica de la caverna de Formentera, donde los normandos habían guardado los productos de sus piraterías en España e Italia: santos de oro, cálices, cadenas, joyas, piedras preciosas y monedas medidas a celemines.

Y no sin razón nos auxiliaron, porque salieron ganando en todo. «Antes, como dice Gomara, pechaban el tercio de lo que cogían y si no pagaban eran reducidos á la esclavitud ó sacrificados á los ídolos; servían como bestias de carga y no había año en que no muriesen sacrificados á millares por sus fanáticos sacerdotes». Después de la conquista, añade Gomara, «son señores de lo que tienen con tanta libertad que les daña.