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Actualizado: 8 de julio de 2025
-Aquí las he -respondió la dueña- con este buen hombre, que me ha pedido encarecidamente que vaya a poner en la caballeriza a un asno suyo que está a la puerta del castillo, trayéndome por ejemplo que así lo hicieron no sé dónde, que unas damas curaron a un tal Lanzarote, y unas dueñas a su rocino, y, sobre todo, por buen término me ha llamado vieja.
Salimos de allá con la intención de coger la isla de Lanzarote. A los dos días nos cogió un temporal del sudoeste, y como el viento, aunque muy fuerte, era manejable, concebimos la esperanza de llegar pronto a las Canarias. A la luz de la linterna, el capitán, con la brújula, estudiaba el plano.
Después de recibir encima del cuerpo chubascos y más chubascos que nos empaparon hasta los huesos, dimos vista a Lanzarote. Se revelaba la isla como un nubarrón sobre el mar. Nos acercamos llenos de esperanzas, cuando un demonio de cutter velero nos dió el alto disparándonos un cañonazo. Era imposible resistir. El capitán mandó atar un pañuelo blanco en un remo, en señal de que nos rendíamos.
Las torres y contrafuertes del templo fingían majestuosa visión entre el cendal de la aurora; y, a uno y otro lado, los cubos de la muralla se alejaban, solemnes y espectrales, cada vez más vaporosos, hasta desaparecer por completo. El canónigo sintió, como nunca, la evocación legendaria de las almenas. Galaor, Esplandián, Amadís, Lanzarote... desfilaron.
-Por esa sola gracia -dijo a esta sazón don Quijote-, merecía ese mancebo no sólo casarse con la hermosa Quiteria, sino con la mesma reina Ginebra, si fuera hoy viva, a pesar de Lanzarote y de todos aquellos que estorbarlo quisieran.
Muy licenciosa hubo de ser aquella edad en que todos los sueños caballerescos de la Edad Media, las disquisiciones de la corte de amor y las apasionadas ternuras de los héroes de la Tabla Redonda, de Lanzarote y Ginebra, de Tristán e Iseo, se mezclaban con el ansia de vida y de goces y con la adoración anhelante de la hermosura plástica que el resucitado gentilismo había despertado y movido.
No podíamos navegar; las olas enormes nos inundaban la ballenera; teníamos que sacar el agua con las gorras; la espuma nos azotaba la cara y el viento nos apagaba el farol cuando queríamos ver la brújula, y nos dejaba sordos. Luchamos durante dos días con la lluvia, y a la mañana del tercero vimos la isla de Lanzarote como una nube.
Palabra del Dia
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