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En una de las casas de la calle de Aparicio vivía por los años de 1760 la señora doña Feliciana Chaves de Mesía. Era doña Feliciana lo que se llamaba una mujer muy de su casa y que, a pesar de ser rica hasta el punto de sacar al sol la vajilla de plata labrada y los zurrones de pesos duros, no pensaba en emperejilarse, sino en aumentar su caudal.

Lo peor fue que por tanto emperejilarse y tanto ir a casa de su querida, se relajó en la vigilancia y cuidado del despacho, de tal modo, que cuando no le faltaban cajetillas se le concluían los sellos; resultando que empezó por perder la confianza de los parroquianos a quienes escogía puros, y acabó por desacreditar la tienda en pocos meses. Lo que sucedió entonces, fue horrible.

Exprime nuestra miseria con sus trampas de usurero. Ni un céntimo ha dado para mi hijo.... Y la tal Mariquita es un pendón.... Lo digo yo, , señor. Sólo piensa en emperejilarse para que la vean los cadetes. Mujer, te van a oír decían suplicantes y con miedo algunas mujeres. Pero otras protestaban de este temor. ¡Que le oyesen don Antolín y su sobrina! ¿Y qué?

Se dirigió al balcón, y apoyando la frente contra el vidrio, miró hacia la calle que enfilaba con el portal, por donde ella probablemente vendría. Así permaneció un rato, que se le antojó muy largo; mas al consultar de nuevo el reloj, vio que apenas se había movido el minutero. «Es difícil que una señora sea puntual; ¡tardan tanto en emperejilarse

Agua, figurines, la fácil costumbre de emperejilarse; después seda, terciopelo, el sombrerito... ¡Sombrero! exclamó Juan en el colmo de la estupefacción. ; y no puedes figurarte lo bien que le cae.