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Este se había levantado, y poniéndose a dar paseos por la habitación con las manos en los bolsillos, expresó sus magnánimos pensamientos de esta manera: «Mi dinidá y sinificancia no me premiten... Es la que se dice: quisiera, pero no pué ser, no pué ser. Si quieren solutamente socorrerme por que me quitan a mi piojín de mi arma, me atengo al honorario». ¡Alabado sea Dios!

«Ja, ja, ja... nos llama tías... exclamó Guillermina echándose a reír cual si hubiera oído un inocente chiste . Vaya con el excelentísimo señor... ¿Y piensa que nos vamos a enfadar por la flor que nos echa? Quia; yo estoy muy acostumbrada a estas finuras. Peores cosas le dijeron a Cristo. Señora... señora... no me saque la dinidá; mire que me estoy aguantando... aguantando...

No cuadró, mujer, que lo demás.... También no te gustarían los que se te pusieron delante, porque hay hombres que se tiraría uno a la bahía por ellos, y otros que ni forrados de onzas.... Y a veces los que le chistan a uno no se dan por entendidos.... Y al fin y al cabo, hija, ¿qué se gana con vivir mártir? Nadie cree en la dinidá de una pobre. ¿Y por qué ha de ser así? ¡Esa no es ley de Dios!

Créemelo porque yo te lo digo: cuando se me serenó el sentido, estaba abochornada... El único a quien guardaba rencor era al tío capellán. Me lo hubiera comido a bocados. A las señoras no. Me daban ganas de ir a pedirles perdón; pero por el aquel de la dinidá no fui. Lo que más me escocía era haberle tirado un ladrillazo a doña Guillermina.

De nada dirán, pues en San Andrés bendito me casé con mi Roque, que está en gloria, de la consecuencia de una caída del andamio. Esta dice que tiene el marido en Celiplinas, y será que desde allá le hace los chiquillos... por carta... ¡Ay, qué mundo! Te digo que sin criaturas no se saca nada: los señores no miran a la dinidá de una, sino a si da el pecho o no da el pecho.