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Si todo esto había llegado a oídos de Nucha por conducto de su marido o de su padre, no tenía nada de extraño que suspirase así. Por otra parte, ¡el decaimiento físico era tan visible! Ya no se parecía Nucha a más Virgen que a la demacrada imagen de la Soledad. Juncal la pulsaba atentamente, le ordenaba alimentos muy nutritivos, la miraba con alarmante insistencia.

En la semioscuridad entreveía aquella faz pálida y demacrada, con una expresión de sufrimiento que alteraba, hasta hacerla desconocida, su amada fisonomía. El señor Aubry no salía de un profundo sopor, y María Teresa pasó las lentas horas del día velando aquella somnolencia. Al empezar la noche, se agitó, y pidió con insistencia que llamaran a Juan.

Estaba, sin embargo, tan demacrada, que los que la veían a intervalos largos quedaban sorprendidos. Lejos de perder con esto la belleza, parece que se había aumentado. Su tez era más fina y transparente; los ojos más brillantes. Una mañana dijo que no tenía deseos de levantarse. Raimundo se sentó al lado del lecho y se puso a leerla una novela. Al cabo de un rato le dijo: Estoy mal a gusto.

Se ve a mismo acercarse a la gran mesa de tapete verde con paso vacilante, arrastrando sobre la alfombra sus gruesos zapatos clavados. Semejante a muchos chicuelos de París que han soportado duras privaciones, Juan se presenta con una figura flaca y demacrada. Intimidado y tembloroso, hace girar entre sus manos una vieja gorra color azul desteñido, y se detiene ante la comisión.