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Actualizado: 13 de junio de 2025
Viajando un amigo mío por la China, hace ya bastantes años, me contó que había llegado por la noche a un pueblo llamado Cerdópolis. En cuanto estuvo dentro de él, ya no le extrañó el nombre que tenía; no se veían más que cerdos por todas partes; en las huertas, en las calles y hasta dentro de las casas; en fin, no se podía dar un paso sin tropezar con alguno de estos animaluchos.
Terribles y misteriosos naufragios registra la historia de la equinoccial de Setiembre. Los puertos de China, del Japón y de Filipinas guardan escritos en informes restos, imperecederas memorias de fenómenos pasados que nos hacen temer por los venideros.
Una casualidad, poco singular, para ser franco, me condujo, al cabo de una hora de camino, al retirado valle y sobre el borde del estanque que había sido teatro de mis recientes proezas. El cerco de follaje y de rocas que rodea el pequeño lago, realiza el ideal mismo de la soledad. Allí se está verdaderamente en el fin del mundo, en un país virgen, en la China, ó donde se quiera.
Por reales cédulas de 8 de Enero de 1718 y 27 de Octubre de 1720 se prohibió el que se admitieran en las naos tejidos de seda de la China, prohibición que subsistió hasta la real cédula de 8 de Abril de 1734 que declaró lícito dicho comercio.
No quisiera incurrir en murmuración ni ser maldiciente, aunque sea con todo sigilo y de mí para Vd.; pero a menudo me doy a pensar que tal vez sería más difícil empresa el moralizar y evangelizar un poco a estas gentes, y más lógica y meritoria, que el irse a la India, a la Persia o la China, dejándose atrás a tanto compatriota, si no perdido, algo pervertido. ¡Quién sabe!
Por él pasaba aquella cultura joven y vigorosa, de rápido y asombroso crecimiento, que vencía apenas acababa de nacer: una civilización creada por el entusiasmo religioso del Profeta, que se había asimilado lo mejor del judaismo y la cultura bizantina, llevando además consigo la gran tradición india, los restos de la Persia y mucho de la misteriosa China.
La duquesa de Bara habíale encontrado gran parecido, vestido de mandarín, con un retrato publicado en La Ilustración, de Pan-Hoei-Pan, célebre literata china, y Pan-Hoei-Pan comenzó a llamarle desde entonces la inmensa falange de sus sobrinos legítimos y espurios.
¿Qué le ha pasado? ¿Está enferma? preguntó. Ahí la tiene V. ¿Dónde? dijo mirando a todas partes, sin ver rastro de china. Ahí. ¿Pero dónde? Esa marrana que tiene V. delante. ¡Cómo! exclamó mi amigo, creyendo que el chino se había vuelto loco. Sí, señor; ya sabíamos en casa que de esta semana no podía pasar. Usted, señor, por lo visto, no sabe lo que ocurre en este pueblo...
Pratt, quien me notició que la guerra entre España y Estados Unidos estaba declarada, y por tanto, que era necesario me marchára á Hong-kong en el primer vapor, para reunirme con el Almirante Dewey que se hallaba con su escuadra en «Mirs bay», puerto de China; también recomendóme Mr.
Como todos los capitanes que llevan muchos años en un barco, él había navegado casi siempre en aquél, sabía lo que daba de sí su Asia, y no le pedía más. Conocía el mar de la China como pocos; lo que no sabía lo adivinaba. Wilkins era un ejemplo de lo que puede llegar un hombre cuando pone su inteligencia y sus sentidos en una especialidad.
Palabra del Dia
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