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Empuñad una lanza vibradora, Abandonad el ócio y la molicie, Arrimad una mano protectora Antes que nuestra patria se desquicie Y arrastre en su caida soberana, La libertad, la gloria americana. ¡Oh patria! oh Buenos Aires! oh sueño de mi vida! Como inmortal recuerdo reinas en mi memoria Recorriendo los dias de dicha promisoria Que en tu seno amoroso, Buenos Aires, pasé.

Entretanto el caserío tomaba, con la hora, desolada blancura de huesos en el yermo, y toda la ciudad, mirada a distancia, a través de la vibradora penumbra, parecía una ciudad de otro mundo, una ciudad fuera de la vida y del tiempo, mística y anhelosa como los salmos. En la parte más elevada, sobresalía el Alcázar bañado en melancólico reflejo crepuscular.

El pecho encerrado en los mamilares de la coraza de escamas, el metálico casquete rematado por dos alas blancas, la lanza vibradora en una mano, el manto purpúreo siguiendo con una flotación de bandera su paso vigoroso de virgen fuerte: todo esto había sido la realidad.

Un músico poeta elogió en unos versos juveniles su pobre risa, su risa extraña e inconsciente, la loca risa de Elena. Y ella, encantada con la ofrenda lírica y galante, reía siempre que llegábamos a su lado; soltaba la cascada de su risa metálica, vibradora, epiléptica, cuyas últimas perlas parecían sollozos estrangulados. Su fisonomía moral parecía cristalizada y sin jugosidad ninguna.