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Al lado opuesto estaba Jesús, clavado al leño del martirio, hermosamente desnudo, caída la cabeza sobre el pecho, manando sangre la lanzada, rígidas las piernas, sebosas las rodillas, porque en ellas se apoyaba el monaguillo al subir para encender, y envuelta la cintura en un paño rojo con lentejuelas de oro, indigno adorno de tan venerable figura.

La americana pardusca, de codos raídos y solapas sebosas, fue sustituida con otra de paño fantasía a cuadros azul verdoso y ocre; las corbatas de tres vueltas, contemporáneas de la vicalvarada, se trocaron en nudos a la marinera, ya morados como pellejo de ciruela damascena, ya blanquisucios como cuello de tórtola; con asombro de Frasquita, se acostumbró a mudarse de camisa dos veces por semana; y desafiando al reuma, en lugar de calzoncillos de bayeta amarilla, comenzó a usarlos de bombasí, que otros llaman fustán, tela peluda, con lo cual de medio cuerpo abajo, más que hombre parecía oso blanco. ¡Irracional y triste condición que le trajo la ponzoña de la sensualidad!

Había comprendido aquella coincidencia extraña que le dio clara idea de su situación. Al entrar en la venta vio, iluminados por la rojiza llama del hogar y las amarillentas luces de un velón, los arrieros y mozos de muías que descansaban en torno de la lumbre, jugando con barajas abarquilladas y sebosas, apurando vasos de vino.