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En torno de las rosas colocó en vez del relleno verde de almoraduj y malva otro de alelíes blancos y morados y en seguida una faja de geranios de todos colores, combinándolos graciosamente. Estaba hecho el ramillete. Para cerrarlo cogió algunos puñados de tomillo y los fue agregando a fin de que le sirviesen de apoyo.

Nubarrones morados cubrían el sol, y por bajo de ellos desplomábase la luz, cerrando el horizonte como un telón de oro pálido. Miró Batiste vagamente hacia la parte de la ciudad, volviendo su espalda á la barraca de Pimentó, que ahora se veía claramente, al quedar despojados los campos de las cortinas de mies que la ocultaban antes de la siega.

De grandes dimensiones, madera amarillenta, vetas y visos morados; buena tablazón y se usa en construcción y en muebles ordinarios. Malatumbaga. De grandes dimensiones, madera color rojo carne ó ladrillo, de textura compacta y de fácil labra; se saca buena tablazón que se emplea en cajones. Mayapis.

En la calle estrecha, de casas obscuras, se anticipaba el crepúsculo; las largas filas de hachas encendidas, se perdían a lo lejos hacia arriba, mostrando la luz amarillenta de los pábilos, como un rosario de cuenta, doradas, roto a trechos. En los cristales de las tiendas cerradas y de algunos balcones, se reflejaban las llamas movibles, subían y bajaban en contorsiones fantásticas, como sombras lucientes, en confusión de aquelarre. Aquella multitud silenciosa, aquellos pasos sin ruido, aquellos rostros sin expresión de los colegiales de blancas albas que alumbraban con cera la calle triste, daban al conjunto apariencia de ensueño. No parecían seres vivos aquellos seminaristas cubiertos de blanco y negro, pálidos unos, con cercos morados en los ojos, otros morenos, casi negros, de pelo en matorral, casi todos cejijuntos, preocupados con la idea fija del aburrimiento, máquinas de hacer religión, reclutas de una leva forzosa del hambre y de la holgazanería. Iban a enterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sin pensar en

Pescarían en el golfo terso y azul como un inmenso espejo, y a la caída de la tarde, mientras él volviese los remos, ella cantaría mirando el mar inflamado por el sol al hundirse en las aguas, el penacho del Vesubio de tonos morados, la inmensa ciudad blanca con sus infinitas vidrieras como placas de oro, reflejando el crepúsculo.

La americana pardusca, de codos raídos y solapas sebosas, fue sustituida con otra de paño fantasía a cuadros azul verdoso y ocre; las corbatas de tres vueltas, contemporáneas de la vicalvarada, se trocaron en nudos a la marinera, ya morados como pellejo de ciruela damascena, ya blanquisucios como cuello de tórtola; con asombro de Frasquita, se acostumbró a mudarse de camisa dos veces por semana; y desafiando al reuma, en lugar de calzoncillos de bayeta amarilla, comenzó a usarlos de bombasí, que otros llaman fustán, tela peluda, con lo cual de medio cuerpo abajo, más que hombre parecía oso blanco. ¡Irracional y triste condición que le trajo la ponzoña de la sensualidad!

La esposa del maestrante salvó de dos pasos la distancia que la separaba y cayó sobre ella como un tigre hambriento. Golpeó, mordió, desgarró. Sus uñas dejaron al instante surcos morados en aquel rostro cándido. La sangre comenzó a brotar. La niña, loca de terror, lanzaba chillidos penetrantes. Apenas tuvo tiempo a ver a su madrina. No sabía qué era aquello.

Id sin cuidado; ya os lo he dicho, estoy resuelta. ¡Adiós! repitió el tío Manolillo, y salió por la puerta de la alcoba. Que entre ese caballero dijo Dorotea. Y puso de nuevo los ojos en su papel, tranquila, serena, como si nada la hubiera acontecido. Sólo la quedaban como vestigio de la tormenta dos círculos ligeramente morados alrededor de los ojos.

«¡Qué viejecitos están ya los reyes de armas!... ¿Ve usted? Ahora vienen los caballos de silla... Sigue el coche amarillo..., penachos morados... Ahora vienen el mayordomo y el intendente..., penachos azules y blancos. Mire usted qué guapos chicos... Ahora viene el coche de nácar..., penachos verdes. ¿Quién será este señor con tanto morrión y tanta cruz?

Ni cuando se comió el arroz con leche que D.ª Robustiana tenía destinado al marqués de Cotorraso, un día que éste le visitó, ni cuando mordió los zapatos morados de su ilustrísima el obispo de Oviedo, que vino á girar la visita pastoral á Laviana y alojó en su casa, le vió tan descompuesto. ¡Cosa más extraña! Talín comenzó á sospechar que allí existía un gran secreto de familia.