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Su mirada fija, abstraída, profunda, como vuelta hacia adentro, hacia su alma, o como lanzada sin objeto a la inmensidad, al infinito, mirada que no veía, dilatada, lúcida, brillante, llena de vida, pero de una vida que espantaba, dejaba comprender la desesperación profunda, pero resignada, paciente, intensamente dolorosa de un alma desolada.

Por la puerta completamente abierta sale una claridad que se esparce en las tinieblas... Una linterna pasa a través del patio, desaparece, vuelve a aparecer, y de repente, lanzada al aire, atraviesa la atmósfera describiendo una curva como un meteoro... Martín dormía en su lecho. Llaman a la puerta. ¿Quién está ahí? Yo... David. ¿Qué quieres? Abra, mi amo... Tengo que decirle una cosa urgente.

El vigilante disparó el revólver contra la lancha y la gorra blanca de Marenval voló al mar atravesada por un balazo. En el mismo instante resonó un crujido formidable. La lancha, lanzada á todo vapor contra la chalupa, la había abierto por enmedio de las bordas. Se oyó un grito y todo se hundió. Sobre las olas se veía solamente la lancha del yate.

Pero se le grabó de tal modo aquella última mirada lanzada sobre la esposa detestada que, diez y seis años después, cada uno de los rasgos de la fisonomía marchita estaba aún presente en su espíritu, cuando contó en todos sus detalles la historia de aquella noche. Se volvió inmediatamente hacia la estufa, donde Silas Marner estaba meciendo a la niña. Ahora estaba muy tranquila, pero no dormía.

A las dos de la mañana estuvo a punto de zozobrar la chalupa. Cogida entre dos olas, fué lanzada al aire a bastante altura y cayó en un abismo, cuyas líquidas paredes se cerraron en seguida. ¡Fué un momento terrible! Todos, al verse caer en aquella profunda sima, se dieron por muertos, considerando imposible volver a salir de ella.

Un fuego hirviente giraba por mi cabeza, y un opio el más dulce señoreaba todo mi ser: mis ojos miraban todavía aquellos lindos caracteres dibujados con oro y azul, y mi mente, lanzada ya en la senda de las ilusiones, corría rápidamente tras las sombras engañosas de los paraísos aéreos: ¡oh Abenzeid, qué estado tan celestial!

Me acordaba de haber paseado con Eulalia por entre sus ruinas confusas y sus construcciones descalabradas, y, al advertir en lo alto de la colina la elevada flecha de la iglesia, atrevidamente lanzada al aire, me estremecí de alegría, como a la vista de un amigo. Pero, y esto lo observé con dolor, habían reparado las brechas del muro y podado las hayas.

Esa antiquísima torre, muy anterior a la era cristiana, enlazada con tantos recuerdos heroicos, colocada allí entre las variadas banderas de los buques, las ráfagas de humo de los vapores, los paseos construidos ayer y las flores nacidas hoy, con sus cimientos, que cuentan los siglos por décadas, es como la clava de Hércules lanzada en medio de los juguetes de los niños.

El rostro de Beatriz, tras las celosías cruzó por su espíritu. Luego, como despertando: Dejalde, padre, que se atosigue con su propia ponzoña exclamó. Peor para él si no sabe aceptar su condición. Esta frase, lanzada con arrogante menosprecio, fue como un fustazo en las orejas de un tigre.

Pedro de Alvarado tenía que luchar contra los conjuros de una india gorda, temible hechicera igual a las encantadoras de los poemas antiguos. En un combate mataba de una lanzada a un águila verde que pretendía sacarle los ojos, y al caer, el ave de presa tomaba la forma de un indio muerto.