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Doña Celestina había conocido a la hija del quincallero, en su juventud, cuando las dos eran solteras, y parece que se desarrolló entre ellas una gran antipatía. Para doña Celestina, la sangre del quincallero suizo me ha perdido; el bazar, con sus aros y sus pelotas de goma, ha perturbado la marcha del severo barco con sus velas y sus anclas.

Para mi abuela, las tres millas y media de costa que hay entre Lúzaro y Elguea separan dos mundos aparte: la seriedad de los de Lúzaro, de la petulancia, volubilidad y fatuidad de los de Elguea. Otra causa de enemistad de doña Celestina para su yerno, provenía de ser mi abuela paterna hija de un quincallero suizo, establecido en Elguea.

Tomaba notas sin cesar, había interpretado ya bastantes vocablos y entendía el sentido de algunas sentencias; pero estos hallazgos fragmentarios no convencían a todos. Por entonces llegó a Pilares el primer fonógrafo. Lo había traído de París, en uno de los periódicos viajes de compras, un quincallero apellidado Ortigüela. El mecanismo causó gran sensación.

Verdaderamente sería el colmo de lo cómico impedir a un hijo que se casara con una buena muchacha por tener la cabeza redonda; pero no sería menos cómico oponerse a un matrimonio porque el abuelo del novio o de la novia hubiese sido en su tiempo zapatero o quincallero. En estas cuestiones, los jóvenes suelen tener mejor sentido que los viejos, porque no atienden mas que a sus sentimientos.