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En calma amaneció el día dos, pero en una de esas calmas que indican ser precursoras de borrascas en la pesadez de su influencia, en el sudor pegajoso y poco franco que origina, y en los tintes plomizos que toman las aguas, las cuales adquieren una completa inmovilidad; una de esas calmas en que ni el timón rige, ni la vela flamea, ni el catavientos oscila, ni el mar muestra en la superficie de su insondable abismo, ni el más ligero ampo de espuma, ni el más imperceptible de sus movimientos.

El catavientos y las velas altas dieron señales de haber percibido las primeras caricias del viento que tanto deseábamos, despertando la María Rosario del letargo en que tiempo estaba sumida. El viento se entabló por completo, reinando con bastante fuerza el marcado en las monzones de Julio y Agosto.

Y la bestia de su mujer que parte a media noche para ir a buscarle, el diablo sabe dónde... ¡Una brisa tan hermosa! ¡Perder una brisa tan hermosa! repetía en tono desgarrador mirando un ligero catavientos colocado en los obenques, y que por la dirección que le daba el viento anunciaba una fuerte brisa del NO . Es preciso estar tan loco como el hombre que pone el dedo entre el cable y el escobén.

Ni el catavientos, ni las nubes, ni el barómetro, ni el cariz del cielo nos presagiaban señales de viento, reinando absoluta inmovilidad en las ondas y en las lonas. En tal estado, vino el crepúsculo vespertino. El que no ha contemplado un crepúsculo vespertino en las zonas intertropicales, no ha visto la celeste bóveda en toda su belleza.