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Intentaba arrodillarse al besarles la mano, no haciéndolo porque ellos se lo impedían con bondadosa sonrisa; celebraba con un gesto de satisfacción el que los visitantes le tuteasen ante los empleados, llamándole Pablito, como en los tiempos en que era su educando. ¡Jesús y su Santa Madre, por encima de todas las combinaciones comerciales!

La campiña se extendía debajo del cielo trasparente, reflejando con tonos verdes, claros, amarillentos, los rayos del sol que se ocultaba. El mar era una mancha azul allá a lo lejos. Los dos clérigos habían atravesado ya el caserío principal, donde las mujeres, sentadas a la puerta de casa, les daban las buenas tardes y los niños acudían a besarles la mano.

Venían graves, firmes, imponentes hacia ellos, como si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos para siempre entre sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se dejaban caer en tierra desmayadas, expresando su pesar con un rugido inmenso y prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.

Pero a pesar del gran respeto que mostraba a los sacerdotes y de besarles la mano en público, Álvaro recordaba un pormenor que siempre le había llamado mucho la atención: a la hora de comer los criados servían antes al amo y a su hijo que al capellán de la casa.