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Actualizado: 5 de julio de 2025
Eran dos prestamistas del antiguo barrio judío de Santa Escolástica. El uno, joven, con el cabello tuzado sobre la frente, facciones infantiles y enorme corpachón de verdugo. El otro, anciano, ojillos vinosos, nariz avarienta, y la piel del pescuezo cárdena y granulosa como el colodrillo de los pavos.
El resplandor del poniente prestaba rara vislumbre a todos aquellos ornamentos, iluminando de soslayo las sedas multicolores, cuyos tintes vinosos habían madurado como zumos añejos en los cajones de las sacristías. La luz se apagaba en el cielo. Soplos de sombra cenicienta parecían llegar del exterior y posarse en la estancia. Ramiro, asomado a una de las ventanas, miraba morir el crepúsculo.
Tenía un comedor interior muy lóbrego donde se juntaban empleados de exiguas mesadas, con sus chaquets ribeteados de trencilla parda y los calzones en hilachas, ilustres mártires de la Administración, en la lamentable compañía de sus esposas y de sus criaturas la infancia fea por el tatuaje de la miseria , que palmoteaban gozosas ante los manteles vinosos y corcusidos, exclamando: ¡Qué gusto, hoy vamos a comer de fonda!
Sin embargo, quizás sea este el cuadro más discutido de Velázquez, hasta en lo que se refiere al color: pues al paso que unos críticos y pintores lo consideran como afeado por agrios contrastes y desentonos entre los rojos amarantados casi vinosos, y los azules intensos, otros creen que es la obra donde logró ser más colorista, mostrando su predilección por los maestros venecianos y su afición a la manera del Greco.
Palabra del Dia
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