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Actualizado: 7 de mayo de 2025


Cuando el diputado estaba solo en Madrid, libre, como en su época de soltero, el recuerdo de Leonora surgía en su memoria con entera libertad, sin aquella coacción que parecía turbarle allá abajo, en el ambiente de la familia. ¿Qué sería de ella? ¿A qué locuras se habría entregado después de aquel rompimiento que aún hacía enrojecer a Rafael, como si en su oído murmurasen atroces insultos?

Contra su costumbre, quedóse un buen cuarto de hora pensativo mirando rodar las bolas de marfil sin verlas. Don Feliciano se había ido. Al fin su robusto temperamento sanguíneo se sobrepuso a aquellas nerviosidades insanas que pretendían turbarle. Alzóse del asiento.

¿No vivía Álava en la calle de Amaniel? preguntó el Rey con una mirada que estuvo á punto de turbarle. Si, señor: allí vivía; pero desde algún tiempo se ha mudado á esta otra casa, que es suya también. Por fortuna, las turbas no han podido realizar su infame designio.

La idea de ver entrar en sus arcas dentro de poco tiempo las misteriosas sumas encarceladas por D. Felicísimo le quitaba los últimos escrúpulos que pudieran turbarle, y por ver aquella idea hecha realidad tangible y sonante se desposara él, no digo yo con Micaela, sino con el mismo individuo que está a los pies del patriarca San Miguel.

Así continuó el hijo del brigadier rebuscando argumentos en su cerebro para ocultar los verdaderos móviles de su conducta, que eran el tedio y la vanidad, pasiones asquerosas que la vida cortesana habían despertado nuevamente en su corazón. Julia no apartaba su mirada escrutadora de él, lo cual concluyó por turbarle y obligarle a callar.

De buena gana Apolonio hubiera dado unos cuantos azotes a la vieja vestal, que así venía a turbarle y ponerle ante mismo en ridículo, obligándole a descomponer la majestad de la figura; corriendo azariento a entornar la puerta, porque los transeuntes no se percatasen del lance; trayendo un vaso de agua a través de las frívolas oficialas, que sonreían al verle en guisa de camarero: salpicando el rostro de la desmayada e intentando desabrocharle el corsé.

Jamás había creído en apariciones o en duendes, ni la sobresaltaban, hasta el punto de turbarle la razón, los ruidos temerosos, ni siquiera los peligros ciertos. En más de una ocasión, ante una vaca desmandada o una riña de borrachos, cuando sus compañeras huían gritando o se desmayaban, ella sola se mantenía firme y sosegada, juzgando con precisión el riesgo, y evitándolo sin descomponerse.

Palabra del Dia

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