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Actualizado: 18 de mayo de 2025
Oh, cuantas veces paseando. En una tarde tranquila, Al sentarnos cavilosos Del ancho mar á la orilla Con el baston, en la arena Mil caractéres ponia: Ya una palabra aislada Signo de melancolía; Ya una linea caprichosa Cual la idea fugitiva: Ya una letra mutilada Cual del infeliz la vida. Y sin pensar de repente, Si estas lineas recorria Encontraba escrito en ellas: «¡Ay, no tener una hija!»
La primera vez que volví a encontrarle, cuando íbamos a sentarnos a la mesa, me preguntó en tono frívolo y burlón: ¿Qué tal la monjita? ¿Qué monjita? pregunté a mi vez secamente, presto a irritarme. ¿Pues cuál ha de ser? Esa chatilla de los ojos negros que le trae a usted dislocado. ¿Que me trae a mí dislocado? repetí, poniéndome como una cereza.
Al cabo de un momento, Julia, metiéndole la boca por el oído, le dijo muy quedo: Mira, vamos a sentarnos al sofá y podremos hablar lo qué queramos... Lo haremos con disimulo; aguarda un poco. Y después de acercarse al balcón y echar una ojeada a la calle, dijo en voz alta: Miguel, tú no has visto los retratos que nos hemos hecho últimamente mamá y yo, ¿verdad?
Dos años hacía que mi tío vivía en mi compañía cuando, de pronto, una mañana, al sentarnos a almorzar, me dijo: Sobrino, me caso... Cualquiera creería que me dio la noticia con acento enérgico. ¡Muy lejos de eso! Su voz fue, como siempre, suave e insinuante como un arrullo, pues mi tío, aunque tenía el carácter del zorro, afectaba siempre la mansedumbre del cordero.
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