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Las cárdenas ojeras le cogían media cara; el superciliar salía como una visera; los ojos, hermosos y ardientes, quedábanse allá dentro, y rodeados de aquella piel morada relumbraban más, como si acecharan el acaso que iba a pasar. Las cejas negras formaban una sola línea recta.

Los de capa y espada no desecha, Y destos zarandó dos mil y tantos, Que fue neguilla entonces la cosecha. Colabanse los buenos y los santos, Y quedabanse arriba los granzones, Mas duros en sus versos que los cantos. Y sin que les valiesen las razones, Que en su disculpa daban, daba luego Mercurio al mar con ellos á montones.

Pero las embajadas quedábanse siempre en el camino, y únicamente llegaba como disperso algún europeo renegado que iba describiendo las maravillas de las ciudades asiáticas con una exuberancia que enardecía las imaginaciones. La lectura de los libros santos hacía revivir en los doctores cristianos la memoria de las ricas tierras del Asia oriental.

Atravesaban el primer corral sin darse cuenta de su encierro, como si corriesen aún en campo libre. Los cabestros, aleccionados por la experiencia y obedientes a los pastores, quedábanse a un lado apenas atravesaban la puerta, dejando pasar tranquilamente el torbellino de toros que corría detrás bufando sobre su cuarto trasero.

Tenían sus apasionados, que se encargaban de ocupar el cuarto sitio en la partida, y al llegar la noche, cuando la masa de espectadores se retiraba á sus barracas, quedábanse allí viendo cómo jugaban á la luz de un candil colgado de un chopo, pues Copa era hombre de malas pulgas, incapaz de aguantar la pesada monotonía de esta apuesta, y así que llegaba la hora de dormir cerraba su puerta, dejando en la plazoleta á los jugadores después de renovar su provisión de aguardiente.