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En el mismo edificio y cercano á la puerta principal, se estableció un café llamado de Los Lombardos, en la calle del mismo nombre, café y billares que se abrieron al público el 19 de Diciembre.

La noche de la inauguración del coliseo fué, como ya he dicho, el 21, y á ella concurrieron las autoridades, las personas más significadas, todos los buenos aficionados á la música y las más hermosas mujeres, que lucían aquella noche sus más preciadas galas. La ópera escogida fué Los Lombardos, que cantaron la Vittadini, la Cocco, Salieri, Galliani y Manensi.

La entrada costaba tres reales, y las noches de estrenos de óperas ó de iluminación, llegaba á una peseta. Los Lombardos debieron gustar bastante al público, pues la ópera se representó, después del día de la inauguración, en cuantas noches hubo espectáculo hasta el 2 de Enero de 1848 y á la citada obra siguieron Sonámbula, Atila, Lucrecia Borgia, Hernani y Favorita.

Guardó el dinero en una punta de su pañuelo de bolsillo y, sin detenerse, se encaminó hacia la calle de los Lombardos. Entró en una farmacia, compró una botella de aceite de hígado de bacalao para Germana, atravesó el arroyo, se detuvo en una tienda, eligió una langosta y una perdiz, y volvió, enlodada hasta las rodillas, al palacio Sanglié. No le quedaban más que cuarenta céntimos.

Creyendo en esas promesas, la Condesa le había conducido a Italia, a Milán, a los lagos lombardos, a los lugares familiares para ella, a las casas donde había vivido, esperando que estando lejos de sus correligionarios y por virtud del benéfico clima moral, la curación fuese más pronta. Lejos de eso, el desengaño había sido más rápido.