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Actualizado: 13 de mayo de 2025
Por allí andaba Pimentó, que acababa de llegar de la taberna con cinco músicos, tranquila la conciencia después de haber estado durante algunas horas junto al mostrador de Copa. Afluía cada vez más gente á la barraca. No había espacio libre dentro de ella, y las mujeres y los niños sentábanse en los bancos de ladrillos, bajo el emparrado, ó en los ribazos, esperando el momento del entierro.
Entre las dos largas paredes de ladrillos surgía el muelle en el fondo, con montañas de mercancías, escuadras de cargadores negros, vagones y carros.
Las casas estaban construídas á la ligera sobre un suelo en el que se habían sucedido los temblores, hasta la llegada de la catástrofe final. Sólo tenían de ladrillos ó de cemento el piso bajo. Los otros eran de maderos, y habían sido devorados por el fuego volcánico, quedando únicamente las escaleras.
En verdad, la reputaba como una sugestión bastante impía, tendiente a insinuar que todo debía de ser obra de manos humanas y que no había ningún poder sobrenatural capaz de hacer desaparecer las guineas sin tocar los ladrillos.
Se levantó y colocó la vela en el suelo, cerca del telar, no sospechando nada; después quitó la arena sin advertir ningún cambio, y sacó los ladrillos. La vista del agujero vacío hizo latir su corazón con violencia; pero la convicción de que su oro ya no estaba allí, no la tuvo de inmediato; sólo sintió terror.
Con cierta tranquilidad, y más risueña que enojada, la fundadora dijo a sus amigas: «¡Cuidado que pasan unas cosas...! Yo venía a que me dierais los ladrillos y el cascote que os sobran, y mirad qué pronto me he salido con la mía... Nada, ponedla ahora mismo en la calle, y que se vaya a los quintos infiernos, que es donde debe estar». «Ahora mismo. D. León, no la maltrate usted» dijo la Superiora.
Palabra del Dia
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