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La mayor parte de las velas, á pesar de ir perfectamente aferradas, se rifaron; el viento producía entre jarcias y obenques sonidos metálicos imposibles de imitar y los mares engrosaban más y más destruyendo la obra muerta. La María Rosario no gobernaba. La caña de su timón era impotente. ¡El barómetro marcó 29,16! ¡¡¡Cerca de una pulgada de descenso!!! El vórtice debía estar próximo á las muras.

Veinte buques mercantes y algunos navíos de guerra españoles e ingleses estrelláronse aquel día contra la costa de Poniente; y en el placer de Rota, la Puntilla y las rocas donde se cimenta el castillo de Santa Catalina aparecieron luego muchos cadáveres y los despojos de los cascos rotos y de las jarcias y árboles deshechos.

A la sazón carecían de hojas, pero la caricia abrasadora del sol impelía a la savia a subir, a las yemas a hincharse. Las desnudas ramas se recortaban sobre el limpio matiz del firmamento, y a lo lejos el mar, de un azul metálico, como pavonado, reposaba, viéndose inmóviles las jarcias y arboladura de los buques surtos en la bahía, y quietos hasta los impacientes gallardetes de los mástiles.

El escándalo había crecido. La escena tenida por el duque con su hija la condesa de Lemos aquella mañana, era nada, una cosa inocente y casi digna, comparada con la que acababa de tener con su hijo el duque de Uceda. Lerma no sabía ya dónde se encontraba. Era un buque sin timón, sin velas, sin jarcias, entregado á merced del mar é impulsado por todos los vientos. El duque no veía.