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Aquellas escenas, en que el joven Fernando vuelve como vencedor de las guerras contra los moros, y en vez de la recompensa que esperaba, encuentra decapitado á su noble padre por las calumnias del infame Peláez, amenazándole también el mismo suplicio; su refugio en una iglesia, en donde se parapeta y defiende contra el populacho amotinado; la aparición maravillosa de la joven doncella, su ángel salvador, que llega á libertarlo estando tan próximo á la muerte; el sacrificio de su hermana, á quien inmola, rogándoselo ella para hacer vanas las asechanzas de su enemigo; y la venganza completa, que, después de afrontar infinitos peligros, que se suceden con interés siempre creciente, toma al cabo de los traidores, dejando su honor inmaculado: todo esto se graba perfectamente en la memoria de cualquiera si alguna vez llega á leerlo.

Esto era lo que esperaba la taimada condesa; con su sonrisa de colegiala, apretaba a unos la mano en silencio, repetía a otros la relación del atropello, y elevaba los ojos al cielo con aire de víctima resignada que se inmola, abrazada a sus hijos, en aras de la proscrita dinastía. ¿Qué sería de ellos? ¡Pobres hijos suyos!... ¡Y Fernandito, tan afectado, tan nervioso, postrado en cama e inspirando su salud serios cuidados!

, la humildad cristiana, en cambio de algunos sacrificios, produce grandes ventajas, hasta en los asuntos mas distantes de la devocion. El soberbio compra muy caro su satisfaccion propia; y no advierte que la víctima que inmola á ese ídolo que ha levantado en su corazon, son á veces sus intereses mas caros, es la misma gloria en pos de la cual tan desolado corre.

El que está á su lado es un ratero, un traidor, tal vez un asesino; él es el misionero del alma, el apóstol de la verdad, el astro de la vida, el cáliz de la revelacion; un cáliz donde se custodia una chispa del pensamiento providencial que mide y gobierna el universo: el que está á su lado es un maldiciente, un perjuro, un espía; él es el sacerdocio del porvenir; un siglo grande que no cabe en su siglo; un pueblo muy grande que no cabe en su pueblo; la ley de los hombres que no cabe en la ley de un hombre; él es la victoria que se inmola para hacer bien al hijo de su propio sacrificador.

»El conde me ha dejado ir solo al teatro; y no obstante, ya sabe usted si es apasionado de Verdi. ¿No fue en una representación del Hernani cuando su mirada se encontró por primera vez con la de usted? Pero el pobre muchacho se inmola materialmente a su deber. ¡Qué marido, señora, para aquella que sea su esposa definitiva!