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Actualizado: 21 de octubre de 2025
Me atrajo hacia ella, me besó y me dijo al oído: Gracias... el secreto, ¿verdad? Eso, sí, puedo prometerlo. Deme usted también un beso, hija mía exclamó la de Grevillois. Y lo hice de corazón. ¡Compadezco tanto a esta madre tan llena de ternura y de abnegación, y que no tiene la confianza de su hija! Ahora, señor cura, estoy sola en mi cuartito, mientras mi padre ha ido a la Academia.
Creo haberte dicho que me ha escrito algunas veces y me ha autorizado a responderle a la lista del correo. Esos misterios no son muy de mi gusto, aunque no haya nada más inocente, puesto que la señora de Grevillois conoce nuestros compromisos y los aprueba.
Tengo que enseñarle unas pinturas que no conoce. La de Grevillois hizo entrar a la señora Schwartz en el comedor y yo seguí a Luciana a su cuarto, un cuartito muy modesto con ventana a un patio estrecho que parece un pozo. Por fortuna, como viven en el último piso, reciben la luz por encima de los tejados próximos.
Me parece dije tímidamente que había hecho un boceto un poco mejor. ¿El primero? No, querida; era igualmente feo en otro género. Había exagerado en un sentido opuesto... Una cara de luna llena, boca común y conjunto de una vulgaridad repugnante. Jamás consentiré en reconocerme en los pintarrajos fantásticos de la señorita Grevillois. Renuncio a ello.
Su madre, la señora Grevillois, es una persona dulce, siempre cansada y sin aliento. Es muy piadosa, pero no del mismo modo que su hija, a la que sólo el respeto impide juzgar a su madre como a mí.
Salí, pues, con la señora Schwartz, una señora que viene todas las mañanas para acompañarme a la iglesia y a mis clases y que, al mismo tiempo, me enseña el alemán. Serían apenas las ocho cuando llegué a la calle de Verneuil. Me abrió la puerta la señora de Grevillois y pareció muy sorprendida al verme. ¿Luciana? me dijo titubeando.
No la he visto desde la reunión de la otra noche y creía, no sé por qué, que estaba enfadado. La he tranquilizado en seguida con unas palabras dirigidas a la lista del correo, como está convenido entre nosotros. Nada más legítimo, puesto que somos prometidos. Sería duro a nuestra edad someter nuestra correspondencia a la buena señora de Grevillois, y acaso más duro todavía el excluirla de ella.
Pero la de Grevillois intervino oportunamente, rogando a Lautrec que nos recitara alguna de sus poesías.
Las miradas de Luciana me imploraban y me daban las gracias al mismo tiempo, mientras leía yo en ellas no sé qué sombrío y trágico que me espantaba. ¿Qué me oculta? me pregunté. Tenía el presentimiento de que no me lo había dicho todo. La buena señora de Grevillois, entretanto, me colmaba de cumplidos y de excusas por verse obligada a despedirme.
Nada hay en las de Grevillois que huela a aventuras, y como Luciana es la belleza misma, seré con ella el más feliz de los hombres. Perdóname que no te haya contado desde el principio todos los detalles, pero me lo impedía mi promesa de discreción absoluta. Con un hermano, sin embargo, se puede hacer una excepción, y no quiero que imagines alguna aventura dudosa emprendida a la ligera.
Palabra del Dia
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