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Sabe Dios cuánto tiempo hubiera estado silencioso y como sujeto a un encanto, si ella, repuesta del trabajo que la había costado aquella su extraña confesión, no le hubiera dicho: Sólo hay una manera, señor mío, repito, para que yo os perdone vuestro atrevimiento, y es que siendo, según decís, esa medalla que pendiente de ese cordón lleváis sobre el pecho, un preservativo contra los demonios, ya sean o no sean familiares, y contra toda casta de espíritus foletos y malditos, me la entreguéis, para que yo pueda quedar esta noche sin morirme de miedo en mi casa; que mañana será otro día, y ya buscaré yo vivienda en que acomodarme, donde no haya habido nunca, ni duende, ni trasgo, ni fantasma, ni alma en pena, ni cosa que en mil leguas al otro mundo huela.

Y bien: este género de servidumbre debe considerarse la más triste y oprobiosa de todas las condenaciones morales. Yo os ruego que os defendáis, en la milicia de la vida, contra la mutilación de vuestro espíritu por la tiranía de un objetivo único e interesado. No entreguéis nunca a la utilidad o a la pasión, sino una parte de vosotros.

Dirigid vuestras oraciones al cielo, suplicad a lo menos con el pensamiento ... pero no os entregueis a la muerte de este modo. Esto es hecho, mis ojos no pueden mirarte, todo se mueve a mi rededor, y la tierra parece que se hunde bajo mis pasos. A Dios padre mio; dadme la mano. Esta fria ... tambien lo esta su corazon. Una sola suplica... iAy! ?que es lo que va a sucederle?

Se dejó caer a los pies de Laura, se arrastró sobre las rodillas y se puso a decir, mientras abundantes lágrimas brotaban de sus ojos, y le caían por las mejillas: ¡Oh señorita, tened compasión de mi desgracia! perdón, perdón, para una pobre mujer. Maldecidme, tomad mi fortuna, pero no me entreguéis a la justicia. Seré pobre, me arrepentiré de mi crimen.