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No se trata de dar ni recibir lanzadas y mandobles, sino de la calamidad irremediable que nos sucedió en aquel figón, donde nos quedamos sin la más apetitosa empanada de liebre que he visto en mi vida porque el bruto del posadero, en lugar de sal, la llenó de azúcar. ¡Dios de justicia, cómo olvidar tamaño desastre! ¡Ja, ja, ja!

Con igual maestría guisaba los delicados y finos manjares franceses que los suculentos platos de resistencia a la española; tan ricas salían de sus admirables manos, por ejemplo, las chochas a la Montmorency o las langostas a la Colbert, como la castiza perdiz estofada o la deliciosa empanada de lampreas.

El Sultán se deshacía en muestras de regocijo y de la más íntima alegría. La anchísima estancia, iluminada con mil lámparas arabescas, se llenó primero con todos los miembros del diván; segundo, con el apéndice de los trece coadjutores elegidos y cazados por Abu-el-Casín, y, además, con el catafalco aquel donde, como en empanada, se albergaba el caprichoso Ben-Farding.

Hecha la empanada se moja en leche, se coloca sobre un paño, poniendo peso encima, y se deja reposar unas horas, después se reboza con huevo, y en manteca o aceite muy caliente se fríe.

Dilatábase su boca buscando aire, a pesar de que todas las ventanas estaban abiertas y los ventiladores giraban vertiginosamente. «¡Qué calor!...» El ansia de frescura la hacía vaciar la copa que tenía delante, ligeramente empañada por el vino helado. Sonreía mirando a Fernando con unos ojos acariciadores, que éste creía ver por vez primera. Déme osté una sigarreta.

Neluco, despeado y lacio; y los dos empapados en agua de pies a cabeza, yertos, amoratados de frío... Invadiéronme de nuevo los sobresaltos y las inquietudes, y les pregunté con un miedo horrible a las respuestas: ¿Y don Sabas? Bueno me respondió Neluco con voz empañada. ¿Y Pito Salces? También. ¿Y Pepazos?

Ello es, que desde la punta de la nariz, subiendo por el caballete, atravesando el entrecejo y por medio de la frente hasta el nacimiento de sus cabellos crespos, tenía como una ristra de burujoncillos que parecían repulgos de empanada, y en las negras y relucientes mejillas llevaba un laberinto de incisiones, formando caprichosos dibujos, que sólo Dios sabe si serían expresión simbólica de la Teogonía y de la Cosmogonía de su tierra.